martes, 4 de diciembre de 2018

9 Cuentos (como el libro de Salinger, pero más pedorro)


Cuando trascendió que el alcalde del enorme estado selvático arreglaría con una multinacional para construir una torre de telefonía celular en el medio del monte, el rechazo entre los habitantes fue absoluto. Los descendientes de los pobladores originarios eran temerosos a los cambios y preferían seguir viviendo en la precariedad de la agricultura, la pesca y el turismo agreste. Acercándose las elecciones, el político priorizó cuatro años más de mandato a ganar un poco de dinero y la torre jamás se construyó.

            Marina no tenía idea de nada de esto. Solo podía hacer fuerzas para no desmayarse, mientras miraba desesperada como su celular ignoraba, impasible, la consulta sobre la serpiente, y trataba de callar al guía que arrodillado frente a ella le aseguraba, en un español quebrado, que probablemente no fuera nada grave.

lunes, 4 de diciembre de 2017

UPENDO

Dejame empezar por lo obvio: sé que hice todo mal.
No voy a intentar justificarme, ni buscar empatía tratando de convencerte de que hubieses hecho lo mismo en mi lugar. Porque aunque sé que hubieses hecho lo mismo, o parecido, como no estás en mi lugar debo parecerte un loco. O un estúpido. Ojo, ambas me caben.
¿Por qué lo hice? Un poco de todo: celos, ego… amor. Sí, lo sé, es re cursi, pero es la verdad. Haríamos cualquier estupidez por una mujer. Mirá a Menelao, mandando a miles de personas a la muerte por culpa de una mujer. ¿Te sorprendí, eh? Terminé la nocturna hace poco y, por ahora, me acuerdo de esas cosas. Me estoy yendo por las ramas, lo sé. Creía hacerlo por amor y me salió mal por falta de instinto. Los seres humanos somos los únicos animales que perdimos el instinto. ¿No lo notaste? O sea, tenemos la capacidad de razonar, pero cuando las papas queman, ¿de qué nos sirve? El cerebro hace cortocircuito y chau. Cuando estás muerto de miedo, o enamorado, ni te digo si son las dos al mismo tiempo, el cerebro no sirve de nada, y el instinto se nos perdió en algún momento de la evolución, supongo que cuando alguien empezó a vendernos la comida en vez de salir a buscarla nosotros.
Estuve en el hospital unas semanas, entre transfusiones y algunas vacunas, y ahora me dieron el alta. Como te dije, no voy a tratar de justificarme, solo voy a contar lo que pasó y esperar que esta historia sea de utilidad para alguien más.

jueves, 30 de noviembre de 2017

Perseguido a bocinazos

Volvía a casa del trabajo. Esperaba a que cortara el semáforo para poder cruzar cuando empecé a escuchar bocinazos. Bocinazos no como "muchos autos tocando bocina", sino un auto tocando bocina muchísimas veces. Sin parar. Insistía, insistía, insistía. Lo sentía acercarse cada vez más, venía con el tráfico que estaba pasando hasta que cambiara el semáforo y yo pudiera cruzar. Cuando finalmente lo tengo encima, listo para pasar por enfrente mio, veo que era un viejo en una camioneta gigante, tocándole bocina al auto de adelante. A morir, sin parar. Enajenado.
Fastidiado, le grité: "¡hey, tranquilo, che!" y un pibe en la vereda de enfrente le gritó "daaale, la concha de tu madre". El viejo llegó a la esquina donde yo esperaba y dobló a toda velocidad a la derecha, perdiéndose a mis espaldas. Nos ignoró completamente.
Después de que pasó, se me ocurrió pensar que estaba llevando a su esposa o a alguien al hospital. No llegué a ver el asiento del acompañante y menos el trasero. Solo la cara del viejo, desesperado por pasar al auto que tenía adelante, como si hubiera una vida en juego. El tipo no seguía ninguno de esos protocolos a usar en esas oportunidades, que ni conozco, la verdad: sacar un pañuelo o el brazo por la ventanilla. Creo que era algo así.
Me arrepentí automáticamente. Me sentí mal todas las cuadras que faltaban para llegar a casa. Probablemente el viejo estaba con la mente en otra cosa y me olvidó en segundos, pero yo me auto-cagué la tarde por culpa de haberle gritado a un viejo al que se le estaba por morir la mujer.

lunes, 27 de noviembre de 2017

09:53

Germán se toca el bolsillo del traje por milésima vez, como si el contenido se hubiese esfumado por arte de magia entre Azcuénaga y Pasteur. Sigue ahí. Cualquiera que lo ve hacer el gesto, llevándose una mano a la izquierda del pecho con expresión  preocupada, podría pensar que el joven teme por su corazón.
No, pero un poco sí.
Le dedica una mirada rápida a la colosal estructura del Hospital de Clínicas, sin saber que en un rato pasará ahí los últimos minutos de su vida, y dobla a la derecha. Hace frío pero hay sol. El día perfecto para la decisión perfecta.
Ya está cerca.

Analía chequea distraída los pendientes del fin de semana. Le cuesta concentrarse. En la oficina el clima es festivo: el piso está lleno de guirnaldas y globos, celebrando el centenario de la mutual, y todos charlan y reparten comida. Algunos comentan la final de ayer y siguen indignados por el dopping de Maradona de hace unas semanas. Sabe que Germán anda en algo raro. No raro mal, esos raros que te sacan una risa nerviosa y te hacen un nudo en la panza.
¿Qué va a pasar hoy?

A unos kilómetros, el hombre sube a la camioneta, mira hacia atrás, cerciorándose que la carga esté en orden, y pone el vehículo en marcha. Le abren el portón del garaje, se despide con solemnidad y, mientras sus compañeros dan gritos de fervor, sale a la calle.

Pasteur al seiscientos. Germán llega al edificio a las diez menos cuarto. Las cuatro letras sobre la imponente puerta lo reciben con promesas de bienestar, tradición y comunidad. Entra y llama al ascensor del hall. Las puertas se abren con un tintineo suave y musical. Se palpa el pecho y entra.

Analía ve a Germán entrar a la oficina buscándola con la mirada. Está usando un traje y se lo ve nervioso. Sus compañeros miran la escena, sonríen y cuchichean. Analía escucha la voz de su jefe desde atrás que le dice:
“¿Por qué no vas a desayunar afuera? Parece que tu novio te requiere.”

El hombre que terminaría con la vida de 85personas, arruinaría la de cientos de familiares y le cambiaría la cara a la sociedad llega a la esquina de Corrientes y Pasteur y dobla a la izquierda. Sabe que es lo correcto. Sabe que hay intereses tan sagrados como poderosos Maneja lento, respetando todas las leyes de tránsito, tratando de llamar lo menos posible la atención a su Traffic blanca cargada de explosivos.

El ascensor tortura a Germán con su lentitud. Tiene todo planeado: saldrían de ahí, caminarían charlando de la vida hasta La Biela, desayunarían, pediría el postre favorito de Analía y ahí, cuando todo estuviese hermoso y perfecto, haría la pregunta.

Analía sospecha los planes de Germán pero prefiere no decir nada para no arruinar la sorpresa. Además, si no es lo que piensa y se hace ilusiones en vano, sería el peor día de su vida. Salen al hall y de ahí a la calle. Al cruzar el umbral escucha varias bocinas.

A toda velocidad el hombre llega por Pasteur a la puerta del edificio, da un volantazo a la derecha y se sube a la vereda. Los pilotes llegarían más tarde y como consecuencia. Ahora la camioneta no encuentra resistencia alguna.

Germán ve que el conductor lo mira por un instante antes de chocar con la  entrada a la AMIA. Desea contarle de la sorpresa que lleva en el bolsillo, pedirle que le dé más tiempo. Es tarde. Inconscientemente cubre a Analía con parte de su cuerpo y con la mano se cubre el corazón, cerciorándose, ese último instante, que la cajita sigue ahí.
Analía siente un chillido de ruedas y ve una mancha blanca que se sube a la vereda. Germán se le viene encima, casi tropezando con ella. Ella se lleva el aroma de su perfume como último recuerdo.
El hombre se estrella contra el edificio. La camioneta detona.



martes, 21 de noviembre de 2017

El simulador de realidades


Ramiro daba un par de pasos, la mirada al frente, los puños apretados. Luego frenaba y miraba alrededor, parándose alternadamente sobre un pie o el otro. Repetía esa rutina cada media cuadra. Las fuerzas que había juntado frente a su espejo por meses, flaqueaban con cada paso que daba hacia el teatro.
Cuando aún faltaban unas cuadras para llegar se detuvo definitivamente. Tomó aire y lo soltó en forma de sollozo. Un mechón de pelo le cayó sobre la frente, la ropa se había empapado de sudor. La mochila en su espalda le pesaba una tonelada. Dio la vuelta, dispuesto a regresar por donde vino, cuando vio que en la vereda de enfrente salían chispas, luces y humo desde atrás de un conteiner de basura. Un ruido ominoso, como una especie de trueno, enmarcaba la escena. Ramiro se descolgó la mochila de un hombro y dio un paso hacia el espectáculo, que concluyó en ese momento, igual de abrupto que había empezado. Una persona salió desde atrás del conteiner y cruzó la calle sonriendo.
“¡Qué genial! Tengo que acordarme de recomendar esta agencia.” Fijó la  vista en Ramiro y agregó: “Wow, no puedo creerlo, tan joven…”
“¿Disculpe?”
El desconocido tendría unos 20 años más que Ramiro y, aunque con arrugas y pelo canoso y escaso, era parecido a este. Vestía un tanto fuera de lugar: zapatos plateados, pantalones oscuros de una especie de tele sintética brillante y una camisa verde fluorescente. Unos anteojos gruesos con una luz parpadeante en el puente completaban el atuendo. El extraño preguntó:
“¿Ramiro?”
“Sí.”
“¿Hoy es 15 de septiembre…”
“Ajá.”
“… del 2018?”
Ramiro inclinó la cabeza a un lado y no respondió. El desconocido volvió a preguntar:
“¿Vas al teatro Cervantes? ¿A la prueba para Rabia?”
Ramiro abrió mucho los ojos y dio un paso atrás. Se sacó completamente la mochila y la puso entre el extraño y él.
“Eso es de mi incumbencia, señor. De alguna forma, sabe quién soy yo. ¿Y usted es…?”
El extraño suspiró y dijo:
“Esto va a sonar totalmente desquiciado, pero te pido tengas la mente abierta como sé que sos capaz. Que soy capaz. Que somos capaces.” Sonrió. “Soy… soy vos. Soy Ramiro, pero del futuro. Vengo del año 2036  a mejorarnos la vida. Hoy, sí o sí, no podes echarte atrás. Tenés que ir al teatro.”

lunes, 13 de noviembre de 2017

INSTRUCCIONES PARA INTROVERTIDOS #1

HOY: Cómo comportarse en una fiesta.

Arranquemos por lo obvio: nosotros, los introvertidos, siempre vamos a preferir quedarnos en casa leyendo o viendo una película. Pero supongamos que queremos salir de nuestra “zona de confort”, o perdimos una apuesta, y salimos. Las fiestas son lugares donde siempre nos vamos a sentir fuera de lugar. Como mi abuela en un concierto de doom metal. Y así como mi abuela puede llegar a disfrutar un concierto de doom metal (siempre y cuando la banda reversione una canción del Trio Los Panchos), los introvertidos podemos llegar a pasarla bien en una fiesta, siempre y cuando se den una serie de condiciones que podemos generar nosotros mismos siguiendo estos consejos:

domingo, 5 de noviembre de 2017

Q.E.P.D., CHEI

Los autos llegaban en intervalos espaciados. Probablemente les costaba encontrar la entrada de la enorme estancia patagónica. Los visitantes estacionaban cerca del casco, próximos uno al otro, como para poder apoyarse entre ellos al salir de los coches camino al salón.

No importaba ni la capacidad de volar, ni la de correr a velocidades inverosímiles, un poco por respeto, un poco porque la noticia los había invalidado, todos los concurrentes caminaban lentamente al velorio. Los trajes de colores brillantes, o las armaduras cubiertas de adminículos tan mortales como útiles, habían sido remplazados por sobrias piezas de sastrería que, si bien estaban hechas a medida, por pudor, no marcaban las curvas del usuario como sus ropas habituales.

El hermano y el padrino habían abandonado la ceremonia apenas vieron los restos. El caballo del difunto, vuelto al salvajismo en su intuición de lo sucedido, había permitido que lo montasen y los había llevado al medio de la nada, para que pudieran embriagarse y arrepentirse de los miles de caprichos y jugarretas, en la soledad del campo.

Dentro de la casa, las miles de anécdotas compartidas quedaban ahogadas en el dolor, y el silencio era casi tangible, salvo por el llanto desconsolado de la nodriza, la madre más real de las madres, que permanecía inamovible, abrazada al cajón.

Sus clásicas ropas, cómodas y reconocibles, habían sido reemplazadas por el traje que su pueblo reservaba a alguien de la nobleza. Lo único que permanecía era la pluma en su frente, corona suficiente para alguien de su humildad y objeto tan preciado que ni desde el más allá hubiese dejado que se lo quiten.
Su tribu, dueños y señores de esas tierras, perdían con su partida al último de su linaje. Los tehuelches desaparecían. Patoruzú había muerto.