martes, 30 de abril de 2013

Catarsis en equilibrio


Me encanta andar en bicicleta.

Es divertido. Me brinda un poco de ejercicio dentro de mi vida sedentaria, llevándome de acá para allá más rápido que caminando. Además funciona gratis, sin ruido, ni contaminación y pidiendo a cambio solo un poco de aire y que mueva las piernas en un sistema perfeccionado para que realice el mínimo de los esfuerzos.

Por otro lado, para ser sincero, por más que me gusten mucho no sé nada de mecánica de bicicletas. Quiero blanquearlo lo antes que se pueda, como cuando uno se hace una broma sobre si mismo antes de que se la haga alguien más. Entiendo el por qué una bicicleta se mueve, no lo atributo a mi voluntad de hacer que un vehículo (que para desafiar un poco más a la gravedad ya tendría que volar) avance por las calles, pero más allá de subir/bajar el asiento no paso.

No tengo muchas memorias de mi primera bici. Solo recuerdo que era azul, con rueditas blancas. Estas estaban todas gastadas y mordidas por el cemento y las baldosas de las veredas de mi cuadra y hacían un ruido terrible cuando pasaba por algunas baldosas acanaladas. Obviamente en esas pedaleaba más rápido que nunca.

Aprendí a andar sin rueditas en un "aurorita" gris metalizado cuando tenía ocho años. Me enseñó mi viejo. ¿Cómo? Le sacó las rueditas a la bici y me dijo "dale". Mi viejo tiene una capacidad para la enseñanza solo superada por el Cóndor de Nueza Zelanda[1], un ave que empuja a su pichón por un acantilado a ver si puede volar. Eso fue un sábado a la mañana (no sé cómo recuerdo tan bien, ¡con todos esos golpes en la cabeza!) y para  la tarde, luego de infinitas frustraciones y palos, y con las rodillas portando una cantidad de frutillas que daría envidia al verdulero del barrio, el pichón voló finalmente y andaba en bici sin rueditas.

Recuerdo que para esa época todos los chicos de mi edad veíamos “El Auto Fantástico”. Un día, iluminado, recorté un cuadrado de cartón, le dibujé botones, perillas y palancas y se lo pegué al manubrio de la bici para que haga las veces de tablero de control de mi “bici fantástica”. Disfruté mucho de mi ingenio e imaginación, “volando” sobre los cordones, hablando con mi rodado y salvando el día como un héroe. Al menos hasta que mi vecino hizo un tablero parecido, pero con una luz que prendía y apagaba. Chau. Es increíble como un dispositivo futurista puede transformarse en un pedazo de basura de un momento a otro por culpa de un vecino copión con padre electricista.

A esa edad, mi espacio permitido de pedaleo era de unas cinco cuadras a la redonda, hasta llegar a una avenida que no tenía permitido cruzar y que veía como imagino los marineros de antaño veían el fin del mundo plano. No, no como una aventura, sino como una muerte segura en el fin de la civilización, a manos de un monstruo marino automovilista con pocos reflejos y un auto oxidado.

La aurorita me duró un par de años más y luego heredé de mi viejo una bici “de grandes”. Era fea, negra y con piñón fijo. Pensar que ahora las "fixies" están tan de moda y son tan requeridas, y en esa época puteaba lo traicionera que era esa porquería de bicicleta. Podría recordar esos momentos con romanticismo y pensar que montaba un peligroso corcel negro difícil de domar, pero no. Andaba en una bici chota, a la que se le salía la cadena todo el tiempo y que parecía que quería tirarme al piso al primer descuido.[2] 

Para esa época, la prohibición de cruzar la avenida había caducado y los fines de semana nos íbamos pedaleando con mis amigos del barrio desde Caseros (donde vivía en esa época) hasta Agronomía, dábamos unas vueltas por los campos de la facultad y volvíamos. Eso para mí era irse de excursión con mis hermanos barriales a tierras lejanas y desconocidas. Apenas sabía dónde estaba y si perdía a los chicos no tenía idea de cómo volver, pero eso era lo que justamente me hacía doler la panza y me llenaba de ganas de pedalear hasta esos lares. De haber sabido que diez años más tarde iba a volver a Agronomía que me bocharan en incontables exámenes habría prendido fuego el lugar.

Aparte de esos viajes, con los chicos jugábamos carreras. Cruzábamos dos manzanas en forma de ocho y ganaba el primero en completar tres o más vueltas. Jamás gané una de esas. Me daba muchísimo miedo caerme (supongo que eran rezagos de preservación asociados a la forma en que aprendí a andar sin rueditas) y nunca daba todo mi esfuerzo. Empezaba a pedalear a la par de los demás, pero cuando empezaban a alejarse y tenía que apretar el pedaleo, no lo hacía. Ni hablar de cuando había que doblar. Ellos lo hacían como corredores profesionales de motos, inclinándose casi hasta pegar la rodilla interna al piso. Mientras que yo hubiese puesto luz de giro de haber tenido una.

Al entrar en la adolescencia, mis intereses y preocupaciones empezaron a pasar por otro lado (aprobar exámenes que se hacían cada vez más complicados, lograr llamar la atención de la chica que me gustaba y tratar de mantener a raya los granos que invadían mi cara haciendo que el punto anterior se hiciera más fácil, pero no mejor) y dejé de lado la bici por varios años.

Aunque mi adolescencia terminó hace rato, recién hace poco tiempo volví a recuperar el gusto de desplazarme en dos ruedas. Recordando como en una trompada de nostalgia, los placeres de andar en bicicleta. Su simpleza y fidelidad. Ahora trato de moverme en ella a todos lados donde pueda. A veces el hecho de ser un adulto interfiere (la gente ya no deja pasar tan fácilmente el hecho de que estés transpirado y lleno de tierra como cuando eras un niño), pero si tengo un poco de tiempo agarro la bici y me voy a dar una vuelta para mover un rato las piernas y despejar la cabeza.

Muchas veces en la vida, sobre todo cuando no animo a correr ciertos riesgos, me pregunto: “¿qué hubiera pasado si aceleraba en esas carreras del pasado?”. Después de todo, dándome mil golpes fue como aprendí a andar en bici, como fui dueño de la “Bici fantástica” y como me fui de excursión a lo que en esos momentos me parecían los confines de la tierra. Probablemente me hubiese pegado un flor de palo, pero tal vez los daños que esa cautela hizo a mi valor sean menos difíciles de notar, pero más grandes.

Tal vez debería haberme caído más.




[1] Es un animal ficticio, solo utilizado para el ejemplo y que está basado ligeramente en la Cacatúa de Nueva Guinea (que tampoco existe).
[2] El año pasado el autor de este escrito rescató el cuadro de esa bicicleta, lo pintó de celeste y la mandó a reconstruir. ¿Adivinen qué? Sí, le hizo poner piñón fijo nuevamente.