viernes, 5 de diciembre de 2014

Eleccciones y dudas

–  Adelante, Visconti, tome asiento. ¿Quiere una manzana? ¿No? Bueno, dígame: ¿qué lo trae por acá?
– Jefe, necesito encontrarme a mí mismo. Llegar más allá del común del universo, a ese lugar donde se esconden todos sus secretos. Ver pasar la vida desde una posición de reflexión e imparcialidad.
– Renuncia.
–  Sí, eso. Renuncio.
– ¿No le gusta su trabajo, Visconti?
– No realmente. Ya no quiero trabajar en un estudio jurídico, generando demandas por accidentes. Necesito usar mi lámpara para iluminarme, y luego a otros. Meditar y descubrir mi propósito para ayudar a los demás. Ansío ser un misterio mayor. Un triunfo por encima de los deseos. Anhelo ser Buda en la selva, Jesús en el desierto, Zaratustra en la montaña, Mahoma en la cueva, Krishna en el bosque.
– …
– Un ermitaño, jefe.
– ¡Oh, claro, claro! Zaratustra, claro.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Carta a mi administrador de consorcio

Buenos Aires, 20 de noviembre de 2014

Sr. Julio A. Herrera
Administrador

            Estimado señor, lamento molestarlo, sé que es un hombre ocupado, e imagino está trabajando arduamente para hacer nuestra vida más sencilla, pero necesito ponerlo en conocimiento, o, en caso que ya esté al tanto, recordarle, que el edificio situado en la calle Pablo Giorello 8181 presenta una serie de… no sabría que palabra usar para abarcar la magnitud y cantidad de… ya está, ya está: desgracias. Eso, desgracias. Inconvenientes no estaba a la altura. Me hubiese gustado comentarle estos temas en la última reunión de consorcio, pero se me hizo difícil hacer prevalecer mi voz por sobre los justos pedidos de mis vecinos de empalarlo en la plaza del barrio, por lo que escribo esta carta para comentarle los temas que más me afligen.

lunes, 3 de noviembre de 2014

En el puerto


Había acontecido con la rapidez de algo que maceró durante años. Un largo período de represión, entropía en segundos. Bárbara dejó la puerta de calle abierta y caminó hacia el puerto.

Ahora esperaba en su banco preferido y contemplaba los cientos de barcos amarrados en el muelle. Colores movedizos e intercambiables, flotando indiferentes. Aunque sabía que no era cierto, sentía que tenía todo el tiempo del mundo y le parecía que los demás se movían a alta velocidad. Miraba a la gente correr al trabajo, a la facultad, a una reunión. Los turistas apresurados, tomando fotos y sonriendo. Gente llegando tarde a todos lados. En uno de los barcos alguien cantaba. Sonrió.

jueves, 16 de octubre de 2014

El abordaje

Debo haberle parecido una loca, ¿no? Déjeme que termine de servirme el café y le explico. Ahí está. A ver, recuerdo que fue un día de verano cualquiera. Ni mi cumpleaños, que es en agosto; ni navidad, que ya había pasado. Halloween ni se festejaba y había sido hacía meses, así que tampoco venía por ahí la mano. Simplemente llegó, me dio un beso, un abrazo lleno de olor a perfume y me dio el paquete. ¿Qué había en el paquete? ¡Un disfraz de pirata!

Yo tenía ocho años. Usaba vestidos rosas y había aprendido a hacerme una trenza que llevaba todos los días a la escuela para envidia de mis compañeras. En la tele solo veía princesas, duendecitos y osos cariñosos; y me la pasaba dibujando arcoíris, cielos soleados, unicornios… todas esas pavadas. Era una chica común y corriente, pero algo me hacía ruido de toda esa movida. La abuela Zulma lo notó, y lo tuvo en cuenta a la hora de comprar el disfraz. Al menos, es lo que me gusta creer.

viernes, 10 de octubre de 2014

Ausente con aviso

Los murmullos le indicaron que había pasado demasiado tiempo sin reacción de su parte. Levantó la cabeza. El público del viejo teatro municipal se dividía entre los que sonreían, interpretando la demora como parte del acto, y los solemnes, que sospechaban que algo fuera de lugar estaba sucediendo. Todos lo miraban. Se palpó el chaleco sin lograr tantear nada. Bajó la mirada y volvió a fijarla en el interior del sombrero de copa. El círculo de fieltro negro se veía como un pozo muy profundo, casi sin fondo. Allí, donde debía estar el desenlace de su acto, solo había un papel garabateado:

Se me hace tarde y la duquesa me va a matar. Literalmente. Tomé tu reloj. Te lo devuelvo a mi regreso.
C.B.
PD: Tengo una chica para presentarte. Alicia.

viernes, 29 de agosto de 2014

La trágica noche del Señor Mono Caballero

Lo encontraron en la jungla, entre ejemplares de su misma especie. Si bien físicamente era igual al resto de los monos, inmediatamente llamó la atención de los investigadores. Mientras sus pares se sacaban y comían los piojos los unos a los otros, o recibían a los investigadores con una cálida bienvenida de chillidos y lanzamiento de excremento, éste espécimen había hecho fuego con unas ramas secas y luego de calentar agua en una piedra en forma de pequeña pileta, le agregó una mezcla de distintas hierbas y se la tomó muy calmado, mientras observaba a sus compañeros con una mezcla en la mirada de disgusto y vergüenza ajena.

“¿Está… está tomando té?”, preguntó, maravillado, uno de los investigadores.

Originalmente estaban allí para estudiar el comportamiento del perezoso. Querían observar si podían captar algo que valiera la pena de ese inerte animal y como hacía para que no se lo coma nadie, así, lento y falto de recursos como es. Pero el descubrimiento del particular simio los impresionó y los hizo abandonar el propósito inicial. Lo estudiaron por un rato y, como buenos hombres de ciencia, decidieron que debían arrancarlo de su hábitat natural y hacerle una serie indefinida y estresante de pruebas para aprender más sobre su comportamiento.


domingo, 10 de agosto de 2014

Lecciones de baile

Ella me enseñó a bailar.
Bah, decir bailar es sobreestimarlo. Cuando “bailo” da la impresión que mis brazos, mis piernas y mi torso están peleados y no se hablan desde hace años. Cada uno hace lo que quiere. Sin contar que pareciera que cada una de las articulaciones de mi cuerpo hubiese estado guardada por un largo tiempo en un galpón húmedo y, descuidadas, se fueron oxidando y perdiendo su funcionalidad.
Digamos que “bailar” es un término más que generoso, y ella no tuvo nada que ver con la enseñanza de los movimientos que hago al escuchar música.
Lo que ella me enseñó es que la música está hecha para ser bailada. Y que bailar tiene más de terapéutico de lo que mi descreída mente podía llegar a creer.
Recuerdo que estábamos cocinando en mi casa, escuchando la radio y tomando Campari (ustedes busquen el éxito profesional, ser estrellas de rock o astronautas; para mí la felicidad era esa combinación: música, Campari y ella) y, de pronto, se puso a bailar. Sonaba un rock suavecito y despreocupado, y ella lo interpretaba con movimientos ídem.
Me sonreí y le pregunté: “¿Qué haces?”
“Bailo”, fue su respuesta. Podría haber agregado “¿sos ciego?” y hubiese estado perfectamente justificado.
Y agregó:
“¿Bailás conmigo?”

domingo, 11 de mayo de 2014

La verdad sobre la Navidad

Como cualquier chico, Tomi tuvo su etapa de enloquecer a sus padres con preguntas. Su curiosidad jamás tenía límite, “¿por qué?” no era una consulta, sino una duda existencial infinitamente repetible; y sus consultas se transformaban en interrogatorios interminables.

¿Pá, que número de Playstation había cuando eras chico? ¿Por qué el fuego quema? ¿Si lo vuelvo a tocar, vamos a tener que ir al hospital otra vez? ¿Qué están haciendo esos dos perros? ¿Quién es “el gitano” que la abuela dice le movía el piso? ¿La hacía caer? ¿El abuelo no la defendía?
Tomi tenía muchos interrogantes, pero una sola preocupación: Papá Noel.

domingo, 6 de abril de 2014

El examen

  Subió al colectivo muerta de sueño y frío. La cabeza le explotaba, llena de fórmulas y teorías. Su mente rogaba por horas de sueño, intercambiadas por tiempo de estudio la noche anterior. Pidió pasaje hasta su universidad, pagó el boleto y se sentó al lado de la ventanilla.

  Necesitaba calmarse. Su mente engranaba a miles de revoluciones por minuto, proyectando alternativas. Era uno de los últimos exámenes y quería destacarse para poder terminar la carrera con buenas notas y bien posicionada. Cinco años luego de comenzar a estudiar en la universidad, aun recordaba la frase que le inculcaron sus padres. Era un mantra que repetía incansablemente y que la había llevado hacia adelante todo este tiempo: “Una vez que tengas una carrera, todo será mejor. Se te van a abrir muchas puertas”.
  Las sienes le latían, la panza se le retorcía de los nervios. Tenía una hora de viaje y consideraba que lo que había aprendido ya no iba a olvidarlo y no había tiempo para realmente aprender nada nuevo. Se puso los auriculares, puso música en shuffle, apoyó la cabeza contra el vidrio de la ventanilla (estaba muy frío y eso lo volvió extrañamente real) y trató de calmar su cabeza.

  No tuvo nada de suerte.


jueves, 16 de enero de 2014

El aguafiestas número uno

En caso que mi completa ausencia de conocimiento sobre el tema, mi físico de poliomielítico y mi falta total de coordinación no den suficientes pistas, soy malísimo para jugar al fútbol.

Excedo el famoso “una pierna le pide permiso a la otra” para ejecutar una finta; en mi caso mis piernas se mandan cartas certificadas entre ellas, informando que en los siguientes tres a cinco días hábiles van a proceder a moverse, intentando llevar ese extraño objeto esférico hacia la otra punta de la cancha.

Por un tiempo pensé que, debido a mi altura, las ordenes que mando desde mi cerebro hasta las piernas recorren un largo camino y tardan en llegar. Pareciera más que en el camino hay un embotellamiento, un piquete, un derrumbe y, cuando el comando está por llegar, la ruta se transforma en un sendero de tierra y un cartel con un hombrecito empuñando una pala anuncia que la ruta está aún en construcción. 

Estas teorías sobre mi “maletez” fueron relativamente olvidadas cuando comprobé que, por alguna razón, atajo decentemente bien. Nunca supe por qué, pero me doy maña para evitar que el equipo contrario convierta goles. Mi viejo solía atajar, y lo hacía bastante bien, pero no creo que eso se herede. En un acto de perversión magnifica de parte del universo, la alopecia sí. 

Unos reflejos que no sé de donde salieron (y que no creo se desarrollen mirando horas de televisión al día) hicieron que le termine tomando cariño a la posición y desesperadamente me aferre a ella. No importa que estés cansado, lesionado, o moribundo y con ese último deseo en la tierra, no te voy a dejar atajar un rato. Atajo yo.

Por supuesto que, al igual que todo en la vida, atajar tiene sus cosas buenas y sus cosas malas: 

Podés usar partes del cuerpo que transformarían en un sucio tramposo a los demás jugadores. Estás habilitado a darle órdenes a los pocos compañeros que te ayudan (los defensores, claro; los delanteros son estrellitas que el arquero desprecia, jueguen para su equipo o para el contrario) y, por sobre todas las cosas, corrés mucho menos que los demás.

Pero también se pasa constantemente de un estado de relajación y observación (la mayoría del tiempo el arquero sólo mira el partido desde una posición privilegiada) a un estado de nervios que puede inducir un combo embolia/infarto sin problemas. Cuando el otro equipo avanza por el campo como un tsunami de bajo coeficiente y gran habilidad motora, el arquero se siente responsable del destino de sus compañeros, su club y la salud mental de los hinchas. En ese momento abre grandes los ojos, tensa todos los músculos y reza porque la pelota se aleje los más que pueda… a menos que esté yendo hacia el arco, claro, ahí quiere atraparla como si fuese la felicidad misma, convirtiendo al arquero en la histeria hecha posición.

El guardameta es el último bastión entre su equipo y la victoria del contrario, y el primero al que le pegan los proyectiles de la hinchada. Las publicidades y los sueldos jugosos son para otras posiciones. Las películas de futbol (que por lo general incluyen un perro que juega bien, o un niñito que es un patadura toda la peli pero que sobre el final, gracias al poder del amor, que remplaza entrenamiento y talento natural, se transforma en un crack) terminan con un gol heroico y no con una atajada salvadora.

Si el delantero te pasa, es un dios descendiendo del Olimpo. Si se la atajás, sólo estás haciendo tu trabajo. Si el atacante se equivoca: “no importa, la próxima”, “bien buscado”, “¡uh, pasó cerca!”. Si vos te equivocás, por lo general no te dicen nada, pero podés sentir las miradas de reprobación de todos clavándose en tu nuca mientras sacás la pelota de la red. 

Aun con todas esas desventajas, me gusta pararme debajo de los tres palos. Y, para ser completamente sincero, mi gusto por el arco va más allá de pegar dos o tres gritos, correr poco, poder usar las manos en lugar de mis torpes pies y molestarme porque a mi delantero no le salió un amague que yo no podría hacer ni en mis más salvajes sueños. La meta de jugar al futbol es crear, generar situaciones, anotar más goles que el rival. La tarea del arquero es, básicamente, impedir todo eso. Evitar que los demás se diviertan.

Y tiene algo de magia ser el villano.

Sé que es pura envidia por no ser tan habilidoso como los demás, pero lo bueno es que puedo disfrazarlo de lealtad al equipo y amor al deporte. Ver la cara de frustración de un pibe notablemente más hábil que yo, que se pasó a tres y no pudo hacer el gol porque había un tipo parado entre él y la consagración de sus sueños, es maravilloso. Ser patovica a la alegría. La mucama de telo que se equivoca de habitación en el momento menos oportuno: un corta orgasmos con guantes de colores.

Atajo porque es lo único que sé hacer, sí, pero también porque es genial ser el aguafiestas número uno.

viernes, 10 de enero de 2014

Adios


Escribió su carta de despedida con mucho cuidado. Escribió, corrigió, volvió a escribir.

Ordenó recuerdos, anécdotas, sueños; los volcó al papel con fervor, pero con método. Revisó su mensaje tantas veces, que quedó totalmente desensibilizado a las palabras con las que quería causar tanto sentimiento.
Buscaba impactar, causar ternura e, inconscientemente, arrepentimiento. Quería que su carta los volviera a unir, más que lograr el cierre definitivo.

Luego de semanas de esperar el momento indicado, consciente de que este en realidad no existía, un día nublado, pesado y caluroso, dejó la carta en su buzón y volvió a casa.

Pasaron varios días. Imaginó a su viejo amor recibir la carta, emocionarse, llorar, mostrársela a sus amigas, tomar el teléfono para llamarlo y arrepentirse en el último momento. Las fantasías se sucedían con un punto en común: la misiva no era indiferente.
Sin embargo, no había ningún tipo de respuesta o indicio de que la misma había sido leída.

El lazo se había cortado.

Finalmente, enloquecido por su imaginación y extrañándola como nunca, la llamó; para ver que le había parecido su carta de despedida.