Germán se toca el
bolsillo del traje por milésima vez, como si el contenido se hubiese esfumado
por arte de magia entre Azcuénaga y Pasteur. Sigue ahí. Cualquiera que lo ve
hacer el gesto, llevándose una mano a la izquierda del pecho con expresión preocupada, podría pensar que el joven teme
por su corazón.
No, pero un poco sí.
Le dedica una
mirada rápida a la colosal estructura del Hospital de Clínicas, sin saber que
en un rato pasará ahí los últimos minutos de su vida, y dobla a la
derecha. Hace frío pero hay sol. El día perfecto para la decisión perfecta.
Ya está cerca.
Analía chequea
distraída los pendientes del fin de semana. Le cuesta concentrarse. En la
oficina el clima es festivo: el piso está lleno de guirnaldas y globos,
celebrando el centenario de la mutual, y todos charlan y reparten comida. Algunos
comentan la final de ayer y siguen indignados por el dopping de Maradona de
hace unas semanas. Sabe que Germán anda en algo raro. No raro mal, esos raros
que te sacan una risa nerviosa y te hacen un nudo en la panza.
¿Qué va a pasar
hoy?
A unos kilómetros,
el hombre sube a la camioneta, mira hacia atrás, cerciorándose que la carga
esté en orden, y pone el vehículo en marcha. Le abren el portón del garaje, se
despide con solemnidad y, mientras sus compañeros dan gritos de fervor, sale a
la calle.
Pasteur al
seiscientos. Germán llega al edificio a las diez menos cuarto. Las cuatro
letras sobre la imponente puerta lo reciben con promesas de bienestar,
tradición y comunidad. Entra y llama al ascensor del hall. Las puertas se abren
con un tintineo suave y musical. Se palpa el pecho y entra.
Analía ve a Germán
entrar a la oficina buscándola con la mirada. Está usando un traje y se lo ve
nervioso. Sus compañeros miran la escena, sonríen y cuchichean. Analía escucha
la voz de su jefe desde atrás que le dice:
“¿Por qué no vas a
desayunar afuera? Parece que tu novio te requiere.”
El hombre que
terminaría con la vida de 85personas, arruinaría la de cientos de familiares y
le cambiaría la cara a la sociedad llega a la esquina de Corrientes y Pasteur y
dobla a la izquierda. Sabe que es lo correcto. Sabe que hay intereses tan
sagrados como poderosos Maneja lento, respetando todas las leyes de tránsito,
tratando de llamar lo menos posible la atención a su Traffic blanca cargada de
explosivos.
El ascensor tortura
a Germán con su lentitud. Tiene todo planeado: saldrían de ahí, caminarían
charlando de la vida hasta La Biela, desayunarían, pediría el postre favorito de
Analía y ahí, cuando todo estuviese hermoso y perfecto, haría la pregunta.
Analía sospecha
los planes de Germán pero prefiere no decir nada para no arruinar la sorpresa.
Además, si no es lo que piensa y se hace ilusiones en vano, sería el peor día
de su vida. Salen al hall y de ahí a la calle. Al cruzar el umbral escucha
varias bocinas.
A toda velocidad el
hombre llega por Pasteur a la puerta del edificio, da un volantazo a la derecha
y se sube a la vereda. Los pilotes llegarían más tarde y como consecuencia. Ahora
la camioneta no encuentra resistencia alguna.
Germán ve que el
conductor lo mira por un instante antes de chocar con la entrada a la AMIA. Desea contarle de la
sorpresa que lleva en el bolsillo, pedirle que le dé más tiempo. Es
tarde. Inconscientemente cubre a Analía con parte de su cuerpo y con la mano se
cubre el corazón, cerciorándose, ese último instante, que la cajita sigue ahí.
Analía siente un
chillido de ruedas y ve una mancha blanca que se sube a la vereda. Germán se le
viene encima, casi tropezando con ella. Ella se lleva el aroma de su perfume
como último recuerdo.
El hombre se estrella
contra el edificio. La camioneta detona.