Subió al colectivo muerta de sueño y frío. La
cabeza le explotaba, llena de fórmulas y teorías. Su mente rogaba por horas de
sueño, intercambiadas por tiempo de estudio la noche anterior. Pidió pasaje
hasta su universidad, pagó el boleto y se sentó al lado de la ventanilla.
Necesitaba
calmarse. Su mente engranaba a miles de revoluciones por minuto, proyectando
alternativas. Era uno de los últimos exámenes y quería destacarse para poder
terminar la carrera con buenas notas y bien posicionada. Cinco años luego de
comenzar a estudiar en la universidad, aun recordaba la frase que le inculcaron
sus padres. Era un mantra que repetía incansablemente y que la había llevado
hacia adelante todo este tiempo: “Una vez que tengas una carrera, todo será
mejor. Se te van a abrir muchas puertas”.
Las
sienes le latían, la panza se le retorcía de los nervios. Tenía una hora de
viaje y consideraba que lo que había aprendido ya no iba a olvidarlo y no había
tiempo para realmente aprender nada nuevo. Se puso los auriculares, puso música
en shuffle, apoyó la cabeza contra el vidrio de la ventanilla (estaba muy frío
y eso lo volvió extrañamente real) y trató de calmar su cabeza.
No
tuvo nada de suerte.