Me encanta
andar en bicicleta.
Es divertido. Me brinda un
poco de ejercicio dentro de mi vida sedentaria, llevándome de acá para allá más
rápido que caminando. Además funciona gratis, sin ruido, ni contaminación y
pidiendo a cambio solo un poco de aire y que mueva las piernas en un sistema
perfeccionado para que realice el mínimo de los esfuerzos.
Por otro lado,
para ser sincero, por más que me gusten mucho no sé nada de mecánica de
bicicletas. Quiero blanquearlo lo antes que se pueda, como cuando uno se hace
una broma sobre si mismo antes de que se la haga alguien más. Entiendo el por
qué una bicicleta se mueve, no lo atributo a mi voluntad de hacer que un
vehículo (que para desafiar un poco más a la gravedad ya tendría que volar)
avance por las calles, pero más allá de subir/bajar el asiento no paso.
No tengo muchas
memorias de mi primera bici. Solo recuerdo que era azul, con rueditas blancas.
Estas estaban todas gastadas y mordidas por el cemento y las baldosas de las
veredas de mi cuadra y hacían un ruido terrible cuando pasaba por algunas
baldosas acanaladas. Obviamente en esas pedaleaba más rápido que nunca.
Aprendí a andar
sin rueditas en un "aurorita" gris metalizado cuando tenía ocho años.
Me enseñó mi viejo. ¿Cómo? Le sacó las rueditas a la bici y me dijo
"dale". Mi viejo tiene una capacidad para la enseñanza solo superada
por el Cóndor de Nueza Zelanda, un ave
que empuja a su pichón por un acantilado a ver si puede volar. Eso fue un
sábado a la mañana (no sé cómo recuerdo tan bien, ¡con todos esos golpes en la
cabeza!) y para la tarde, luego de infinitas frustraciones y palos, y con
las rodillas portando una cantidad de frutillas que daría envidia al verdulero
del barrio, el pichón voló finalmente y andaba en bici sin rueditas.
Recuerdo que
para esa época todos los chicos de mi edad veíamos “El Auto Fantástico”. Un día,
iluminado, recorté un cuadrado de cartón, le dibujé botones, perillas y
palancas y se lo pegué al manubrio de la bici para que haga las veces de tablero
de control de mi “bici fantástica”. Disfruté mucho de mi ingenio e imaginación,
“volando” sobre los cordones, hablando con mi rodado y salvando el día como un
héroe. Al menos hasta que mi vecino hizo un tablero parecido, pero con una luz
que prendía y apagaba. Chau. Es increíble como un dispositivo futurista puede
transformarse en un pedazo de basura de un momento a otro por culpa de un
vecino copión con padre electricista.
A esa edad, mi
espacio permitido de pedaleo era de unas cinco cuadras a la redonda, hasta
llegar a una avenida que no tenía permitido cruzar y que veía como imagino los
marineros de antaño veían el fin del mundo plano. No, no como una aventura,
sino como una muerte segura en el fin de la civilización, a manos de un monstruo marino automovilista con pocos reflejos y un auto oxidado.
La aurorita me
duró un par de años más y luego heredé de mi viejo una bici “de grandes”. Era
fea, negra y con piñón fijo. Pensar que ahora las "fixies" están tan
de moda y son tan requeridas, y en esa época puteaba lo traicionera que era esa
porquería de bicicleta. Podría recordar esos momentos con romanticismo y pensar
que montaba un peligroso corcel negro difícil de domar, pero no. Andaba en una
bici chota, a la que se le salía la cadena todo el tiempo y que parecía que
quería tirarme al piso al primer descuido.
Para esa época,
la prohibición de cruzar la avenida había caducado y los fines de semana nos
íbamos pedaleando con mis amigos del barrio desde Caseros (donde vivía en esa
época) hasta Agronomía, dábamos unas vueltas por los campos de la facultad y
volvíamos. Eso para mí era irse de excursión con mis hermanos barriales a
tierras lejanas y desconocidas. Apenas sabía dónde estaba y si perdía a los
chicos no tenía idea de cómo volver, pero eso era lo que justamente me hacía
doler la panza y me llenaba de ganas de pedalear hasta esos lares. De haber
sabido que diez años más tarde iba a volver a Agronomía que me bocharan en
incontables exámenes habría prendido fuego el lugar.
Aparte de esos
viajes, con los chicos jugábamos carreras. Cruzábamos dos manzanas en forma de
ocho y ganaba el primero en completar tres o más vueltas. Jamás gané una de
esas. Me daba muchísimo miedo caerme (supongo que eran rezagos de preservación
asociados a la forma en que aprendí a andar sin rueditas) y nunca daba todo mi
esfuerzo. Empezaba a pedalear a la par de los demás, pero cuando empezaban a
alejarse y tenía que apretar el pedaleo, no lo hacía. Ni hablar de cuando había
que doblar. Ellos lo hacían como corredores profesionales de motos,
inclinándose casi hasta pegar la rodilla interna al piso. Mientras que yo
hubiese puesto luz de giro de haber tenido una.
Al entrar en la
adolescencia, mis intereses y preocupaciones empezaron a pasar por otro lado
(aprobar exámenes que se hacían cada vez más complicados, lograr llamar la
atención de la chica que me gustaba y tratar de mantener a raya los granos que
invadían mi cara haciendo que el punto anterior se hiciera más fácil, pero no mejor)
y dejé de lado la bici por varios años.
Aunque mi
adolescencia terminó hace rato, recién hace poco tiempo volví a recuperar el gusto
de desplazarme en dos ruedas. Recordando como en una trompada de nostalgia, los
placeres de andar en bicicleta. Su simpleza y fidelidad. Ahora trato de moverme
en ella a todos lados donde pueda. A veces el hecho de ser un adulto interfiere
(la gente ya no deja pasar tan fácilmente el hecho de que estés transpirado y
lleno de tierra como cuando eras un niño), pero si tengo un poco de tiempo
agarro la bici y me voy a dar una vuelta para mover un rato las piernas y
despejar la cabeza.
Muchas veces en
la vida, sobre todo cuando no animo a correr ciertos riesgos, me pregunto:
“¿qué hubiera pasado si aceleraba en esas carreras del pasado?”. Después de
todo, dándome mil golpes fue como aprendí a andar en bici, como fui dueño de la
“Bici fantástica” y como me fui de excursión a lo que en esos momentos me
parecían los confines de la tierra. Probablemente me hubiese pegado un flor de
palo, pero tal vez los daños que esa cautela hizo a mi valor sean menos difíciles
de notar, pero más grandes.
Tal vez debería
haberme caído más.