jueves, 28 de noviembre de 2013

La segunda cita

Esta vez sí, la cita será perfecta. Espero le gusten las flores. No se puede ser demasiado romántico… ¿no? Mmm, está un poco demorada. Dijo 12:30, ¿verdad? ¿Hoy? ¿Era esta esquina? A ver el mensaje. Sí, sí, es así... ¿¡ENTONCES DÓNDE ESTÁ!?”. ¡Maldita, me dejó plantado! Ya me dejó atrás y seguro debe estar matándose de risa con sus amigas, burlándose de mí. Mamá tenía razón, soy un fracaso. Y la abuela se equivocó, no soy el niño más lindo del mundo. Probablemente me muera solo, sin nadie a mi lado. Mis últimas palabras van a ser oídas solo por el viento frío que entrará por la ventana de mi triste y marchita habitación. Y mi cuerpo permanecerá sin descubrir ni reclamar hasta que el olor llame la atención de…

"¡Hola! Perdón por la demora. ¿Cómo estás?”. 

"Hola, linda. Bien, muy tranquilo. Pensando en vos".

jueves, 24 de octubre de 2013

Agradecimientos a mi barba

Si mi barba cobrara vida, seríamos los más cercanos amigos. Iríamos juntos a todos lados, me escucharía con atención y reiría conmigo, casi un reflejo de mi risa. 

Si mi barba cobrara vida, la peinaría, la recortaría y evitaría que pedazos de comida la ensucien. Le mencionaría que la gente ya no piensa que soy inmaduro; mis palabras se filtran en ella y me dan aspecto de persona formal, sabia y, últimamente, hasta a la moda.

Le contaría del calor que me brinda en invierno y la tranquilidad que me da acariciarla; pero, por sobre todo lo demás, si mi barba cobrara vida le agradecería por quedarse fielmente a mi lado; a diferencia de esos traidores pelos de mi cabeza, que quién sabe dónde andarán.

jueves, 22 de agosto de 2013

La hermandad del pantalón viajero


“A veces la vida parece un sueño. 
Especialmente cuando miro hacia abajo 
y veo que olvidé ponerme pantalones”
Jack Handy

Años atrás hice un viaje por Sudamérica con mi amigo Matt, donde desdibujé felizmente la raya que vincula mis posaderas, durante nueve mil kilómetros de desiertos, montañas, selvas, playas y ciudades. Fue una hermosa travesía: reí en exceso, conocí gente encantadora y parajes desconocidos. Me encontré con culturas novedosas, viví experiencias bellas, terroríficas, nuevas y, obviamente, crecí. 



Hasta ahí, nada novedoso en un tipo de viaje poco exótico por estos lares, gracias a lo relativamente accesible del precio y las distancias, y la coincidencia en un idioma que parece ser el mismo, pero que los acentos, dialectos y modismos hacen diverso y entretenido. Un viaje del que solo escucharían con atención familiares y amigos cercanos, forzados por la letra chica de ese contrato social nominado “ser un ser querido”.

Tal vez el único detalle de color a mencionar en este recorrido sea una pequeña particularidad de mi amigo. Sin importancia, pero llamativa. Peculiar para algunos, generadora de arcadas para otros.

Matt usó el mismo pantalón el 99% del tiempo que duró el viaje.

El viaje duró tres meses.

sábado, 11 de mayo de 2013

El Niño (Lim)


El Niño juega con un cuchillo.

Es insano, también muy sencillo.

Piensa por la ventana,

maldades para mañana.

El Niño ríe y enciende cerillos.

Ilustración: Juan Pablo Rodriguez



domingo, 5 de mayo de 2013

Innovando en la manera de asar carne

Mi amigo Juan Pablo ama hacer asados.

Pero si bien disfruta el sabor de la carne, lo que más lo deleita es preparar el fuego. Y en su opinión, lo mejor de preparar el fuego es la parte donde hay que romper maderas a patadas. 
Le parece genial que esa actividad destructiva sea el comienzo de una maravilla culinaria y el puntapié  inicial de uno de los eventos sociales por excelencia por estos lados del planeta.

No fue difícil descubrir su pasión por la tarea. Al no conocer "De la A a la Z en el encendido del fuego" (desde "A: apantallar la brasa con el diario del domingo" a "Z: zambullirse en internet a buscar el delivery de empanadas más cercano porque se te arruinó el fueguito”) nos es necesario romper un par de cajones de verdura para ayudar al carbón a no apagarse. Siempre uno de nosotros rompía maderas en la previa al asado. La diferencia fue que cuando Juan lo hizo por primera vez, el chasquido sonó diferente. Más fuerte, más comprometido.
Juan ponía en la tarea un empeño que dejaba ver una pasión que aunque parecía inentendible para el resto del grupo, no dejaba de fascinarnos.
Patadas voladoras, saltos mortales, golpes con giros... Toda una batería de acrobacias extrañas para la actividad y para el individuo que las practicaba, al que el mayor ejercicio que le había visto hacer hasta ese momento había sido vaciar una cubetera en una jarra de llena de fernet con Coca Cola.

Últimamente la preparación del fuego se transformó en un evento disfrutado por todos y solemos llevar cajones y tablas para alinearlos en alguna de las paredes cercanas a la parrilla, alentando a Juan para que las quiebre de formas cada vez más creativas y graciosas.

Siempre imaginé que la destrucción tenía que ver con un tema de liberación catártica. Algunas personas hacen deporte, otras apagan su cerebro viendo tele… Juan descargaba sus frustraciones corrientes rompiendo maderas para hacer fuego.

Ayer hicimos el más reciente asado. Curioso, me acerqué mientras se disponía a romper el último cajón y le pregunté sonriendo:

“Hey, Juan, ¿la cara de quién te imaginas cada vez que tirás una patada?”. 

Levantó la cabeza de golpe en pleno ídem para mirarme y la patada no dio de lleno, mandando el cajón de frutas un par de metros lejos, sin romperse.

Esperaba que me nombrara a su jefe o alguna ex novia que no supo amar su naturaleza caótica y un poco beoda (Juan es, entre otras muchas peculiaridades grandiosas, un “entusiasta de lo etílico”), pero me dio una respuesta que me sorprendió, pero a la vez no. Sé que Juan está demente desde hace tiempo.

“No es eso para nada”.

“¿No haces catarsis?”

“No. En realidad es una teoría más sencilla. Tengo la sospecha de que los asados quedan más ricos de esta forma. Si le pongo energía a la rotura de los cajones, no importa que no sea un gran asador. De alguna forma esa pasión y ganas de que todo salga bien se transmiten a la madera y ya no es necesario ser tan experto en el manejo de la parrilla, porque el asado se hace prácticamente solo”.

“¿Es una broma?”, pregunté, como comentaba más arriba, sorprendido pero no tanto.

“Te respondo con otra pregunta”, me dijo Juan, poniéndose serio. “¿Alguna vez comimos un asado que no estuviera genial?”

Recordé algunas parrilladas en las que la carne quería saltar del plato y huir o, resignada en su destino, al menos comerse la ensalada. Luego pensé en otros en los que los bomberos se acercaban lentamente a la cuadra, con las sirenas apagadas, pero viendo qué onda. 
Pero luego recordé las veces que este genial personaje me hizo estallar de risa entre mordisco de bife y trago de vino. Las veces que estuvimos a punto de quemar la casa o de comer carne (demasiado) jugosa y nos lo tomamos con gracia. La expectativa que genera su pequeño show de rotura de maderas. Momentos y recuerdos invaluables que generan esas reuniones donde  desde hace tiempo hacer un asado y comer carne son dos cosas diferentes.

Sonreí, le acerqué el cajón que había quedado lejos y le dije: “Tenés razón. Transformalo en el mejor asado del mundo”.

Tomó carrera, enfocó su vista en la madera (tal vez visualizando la carne dorarse o escuchando el chisporrotear de la grasa en los carbones) y empezó a correr.
Segundos más tarde el patio estaba lleno de astillas y Juan respiraba agitado y contento.

Esa tarde la carne quedó regular, como muchas veces. Pero el asado resultó una gloria, como siempre.



(Juan Pablo, además de destructor de maderas para asado profesional, es un gran artista. Dense una vuelta por su página y maravíllense de lo hábil que, además de con sus pies, es con sus manos)

martes, 30 de abril de 2013

Catarsis en equilibrio


Me encanta andar en bicicleta.

Es divertido. Me brinda un poco de ejercicio dentro de mi vida sedentaria, llevándome de acá para allá más rápido que caminando. Además funciona gratis, sin ruido, ni contaminación y pidiendo a cambio solo un poco de aire y que mueva las piernas en un sistema perfeccionado para que realice el mínimo de los esfuerzos.

Por otro lado, para ser sincero, por más que me gusten mucho no sé nada de mecánica de bicicletas. Quiero blanquearlo lo antes que se pueda, como cuando uno se hace una broma sobre si mismo antes de que se la haga alguien más. Entiendo el por qué una bicicleta se mueve, no lo atributo a mi voluntad de hacer que un vehículo (que para desafiar un poco más a la gravedad ya tendría que volar) avance por las calles, pero más allá de subir/bajar el asiento no paso.

No tengo muchas memorias de mi primera bici. Solo recuerdo que era azul, con rueditas blancas. Estas estaban todas gastadas y mordidas por el cemento y las baldosas de las veredas de mi cuadra y hacían un ruido terrible cuando pasaba por algunas baldosas acanaladas. Obviamente en esas pedaleaba más rápido que nunca.

Aprendí a andar sin rueditas en un "aurorita" gris metalizado cuando tenía ocho años. Me enseñó mi viejo. ¿Cómo? Le sacó las rueditas a la bici y me dijo "dale". Mi viejo tiene una capacidad para la enseñanza solo superada por el Cóndor de Nueza Zelanda[1], un ave que empuja a su pichón por un acantilado a ver si puede volar. Eso fue un sábado a la mañana (no sé cómo recuerdo tan bien, ¡con todos esos golpes en la cabeza!) y para  la tarde, luego de infinitas frustraciones y palos, y con las rodillas portando una cantidad de frutillas que daría envidia al verdulero del barrio, el pichón voló finalmente y andaba en bici sin rueditas.

Recuerdo que para esa época todos los chicos de mi edad veíamos “El Auto Fantástico”. Un día, iluminado, recorté un cuadrado de cartón, le dibujé botones, perillas y palancas y se lo pegué al manubrio de la bici para que haga las veces de tablero de control de mi “bici fantástica”. Disfruté mucho de mi ingenio e imaginación, “volando” sobre los cordones, hablando con mi rodado y salvando el día como un héroe. Al menos hasta que mi vecino hizo un tablero parecido, pero con una luz que prendía y apagaba. Chau. Es increíble como un dispositivo futurista puede transformarse en un pedazo de basura de un momento a otro por culpa de un vecino copión con padre electricista.

A esa edad, mi espacio permitido de pedaleo era de unas cinco cuadras a la redonda, hasta llegar a una avenida que no tenía permitido cruzar y que veía como imagino los marineros de antaño veían el fin del mundo plano. No, no como una aventura, sino como una muerte segura en el fin de la civilización, a manos de un monstruo marino automovilista con pocos reflejos y un auto oxidado.

La aurorita me duró un par de años más y luego heredé de mi viejo una bici “de grandes”. Era fea, negra y con piñón fijo. Pensar que ahora las "fixies" están tan de moda y son tan requeridas, y en esa época puteaba lo traicionera que era esa porquería de bicicleta. Podría recordar esos momentos con romanticismo y pensar que montaba un peligroso corcel negro difícil de domar, pero no. Andaba en una bici chota, a la que se le salía la cadena todo el tiempo y que parecía que quería tirarme al piso al primer descuido.[2] 

Para esa época, la prohibición de cruzar la avenida había caducado y los fines de semana nos íbamos pedaleando con mis amigos del barrio desde Caseros (donde vivía en esa época) hasta Agronomía, dábamos unas vueltas por los campos de la facultad y volvíamos. Eso para mí era irse de excursión con mis hermanos barriales a tierras lejanas y desconocidas. Apenas sabía dónde estaba y si perdía a los chicos no tenía idea de cómo volver, pero eso era lo que justamente me hacía doler la panza y me llenaba de ganas de pedalear hasta esos lares. De haber sabido que diez años más tarde iba a volver a Agronomía que me bocharan en incontables exámenes habría prendido fuego el lugar.

Aparte de esos viajes, con los chicos jugábamos carreras. Cruzábamos dos manzanas en forma de ocho y ganaba el primero en completar tres o más vueltas. Jamás gané una de esas. Me daba muchísimo miedo caerme (supongo que eran rezagos de preservación asociados a la forma en que aprendí a andar sin rueditas) y nunca daba todo mi esfuerzo. Empezaba a pedalear a la par de los demás, pero cuando empezaban a alejarse y tenía que apretar el pedaleo, no lo hacía. Ni hablar de cuando había que doblar. Ellos lo hacían como corredores profesionales de motos, inclinándose casi hasta pegar la rodilla interna al piso. Mientras que yo hubiese puesto luz de giro de haber tenido una.

Al entrar en la adolescencia, mis intereses y preocupaciones empezaron a pasar por otro lado (aprobar exámenes que se hacían cada vez más complicados, lograr llamar la atención de la chica que me gustaba y tratar de mantener a raya los granos que invadían mi cara haciendo que el punto anterior se hiciera más fácil, pero no mejor) y dejé de lado la bici por varios años.

Aunque mi adolescencia terminó hace rato, recién hace poco tiempo volví a recuperar el gusto de desplazarme en dos ruedas. Recordando como en una trompada de nostalgia, los placeres de andar en bicicleta. Su simpleza y fidelidad. Ahora trato de moverme en ella a todos lados donde pueda. A veces el hecho de ser un adulto interfiere (la gente ya no deja pasar tan fácilmente el hecho de que estés transpirado y lleno de tierra como cuando eras un niño), pero si tengo un poco de tiempo agarro la bici y me voy a dar una vuelta para mover un rato las piernas y despejar la cabeza.

Muchas veces en la vida, sobre todo cuando no animo a correr ciertos riesgos, me pregunto: “¿qué hubiera pasado si aceleraba en esas carreras del pasado?”. Después de todo, dándome mil golpes fue como aprendí a andar en bici, como fui dueño de la “Bici fantástica” y como me fui de excursión a lo que en esos momentos me parecían los confines de la tierra. Probablemente me hubiese pegado un flor de palo, pero tal vez los daños que esa cautela hizo a mi valor sean menos difíciles de notar, pero más grandes.

Tal vez debería haberme caído más.




[1] Es un animal ficticio, solo utilizado para el ejemplo y que está basado ligeramente en la Cacatúa de Nueva Guinea (que tampoco existe).
[2] El año pasado el autor de este escrito rescató el cuadro de esa bicicleta, lo pintó de celeste y la mandó a reconstruir. ¿Adivinen qué? Sí, le hizo poner piñón fijo nuevamente.