lunes, 31 de agosto de 2015

Nadie sufre (mucho) sin querer

“¿Y ese?”, preguntó.

“Ese es un mail…”

Él se divertía tratando de adivinar los tonos que salían de su celular. Ella lo intentaba admirando el cuerpo de su compañero de cama. Él fumaba y trataba de sacar conversación. Ella flotaba en un mar de silencio embotado, salpicado por islas de preguntas estúpidas. Ambos ignoraban una televisión que mostraba dibujos animados sin volumen, ya que jamás pudieron hacer funcionar correctamente el mando en la cabecera de la cama.

“Serán tus amigas, tratando de saber adónde te escapaste tan rápido”, dijo él sonriendo, mientras apagaba su cigarrillo y comenzaba a acariciarle el estómago.

“Capaz…”, contestó perdida. Había olido el peligro; como un animal rodeado de belleza, que intuye una herida mortal a punto de mutilarlo. Había notado el frío en el aire esos días, y su mecanismo de defensa siempre había sido atacar preventivamente.

El teléfono volvió a sonar, con un tono nuevo, personalizado.

“Opa, ese es nuevo. ¿De quién es?”

“De nadie”, contestó, segundos antes de guiar la mano del hombre hacia abajo, a fin de volver a nublarse, al menos por un rato.

jueves, 20 de agosto de 2015

La oveja negra

M´ijito, si a uté le ofrecen quel próximo sueño se le haga su vida real, ¿aceptaría?
La cuestión le sonó divertida, hasta lúdica: convertir un bello sueño en la satisfacción real de todas sus fantasías. Claro que también podría experimentar una horrible pesadilla, pero determinó, casi inmediatamente, que los riesgos siempre traen recompensas. Y que era difícil una vida peor que la suya. 
Sonrió y asintió. Vio a la tarotista frente a él sonreír y asentir a la vez.
Delo po´ seguro.
¿Eso es todo?- respondió divertido- ¿No hay encantamientos a la luz de la luna?
Uté ve mucha´ película´. Pa´ mañá ´tará hecho.

viernes, 7 de agosto de 2015

Surgimiento, estrellato y desaparición del Justiciero del Transporte Público

Todas las mañanas, de lunes a viernes, Juan Carlos Panosian salía de su casa, en Darregueira y Paraguay, y caminaba unas pocas cuadras hasta Oro y Santa Fe. Allí se subía al colectivo 59 hasta Las Heras y Callao, donde trabajaba cerca, en un pequeño estudio contable. Luego de nueve horas de alquimia numérica, hacía el mismo recorrido a la inversa para volver a su hogar: un modesto PH que resistía estoico a la mutación de esa parte de Palermo, que solía ser “viejo” y pasó a ser tocayo de vecindarios de moda en metrópolis famosas. Cenaba liviano, charlaba con su mujer mientras veían un rato de TV y se acostaba hasta el día siguiente.
Era un hombre de mediana edad, bajo y menudo. De pelo canoso y tupido bigote. Alternaba entre los dos mismos trajes gastados desde hacía años y, preocupado por la “situación actual”, cuidaba su trabajo, aunque, de acuerdo a su esposa, este no lo satisfacía del todo. Tenía una vida tranquila y rutinaria. Una vida que no se distinguía de la de miles de habitantes de la ciudad, hasta una víspera en la que, según él, decidió enfrentarse al descaro y la grosería.