Todas
las mañanas, de lunes a viernes, Juan Carlos Panosian salía de su casa, en
Darregueira y Paraguay, y caminaba unas pocas cuadras hasta Oro y Santa Fe.
Allí se subía al colectivo 59 hasta Las Heras y Callao, donde trabajaba cerca, en
un pequeño estudio contable. Luego de nueve horas de alquimia numérica, hacía el
mismo recorrido a la inversa para volver a su hogar: un modesto PH que resistía
estoico a la mutación de esa parte de Palermo, que solía ser “viejo” y pasó a
ser tocayo de vecindarios de moda en metrópolis famosas. Cenaba liviano,
charlaba con su mujer mientras veían un rato de TV y se acostaba hasta el día
siguiente.
Era
un hombre de mediana edad, bajo y menudo. De pelo canoso y tupido bigote.
Alternaba entre los dos mismos trajes gastados desde hacía años y, preocupado
por la “situación actual”, cuidaba su trabajo, aunque, de acuerdo a su esposa, este
no lo satisfacía del todo. Tenía una vida tranquila y rutinaria. Una vida que
no se distinguía de la de miles de habitantes de la ciudad, hasta una víspera
en la que, según él, decidió enfrentarse al
descaro y la grosería.
Cuentan
que esa tarde, volviendo del trabajo, subió al colectivo y se situó en la mitad
del vehículo. A las pocas paradas, en el cruce con Av. Pueyrredón, subió un
muchacho que se acomodó cerca de él. El joven sacó su teléfono celular, tocó un
par de veces la moderna pantalla y llenó de música el ambiente. Hasta ahí nada
nuevo: los auriculares parecen ser de uso opcional en el transporte público de
esta ciudad y la gente aparenta ser pasiva a la molestia que esto pueda ocasionar
(eso, o disfruta unánimemente de la música). No fue el caso de Panosian. Esperó
unos segundos, miró al muchacho y le dijo en voz fuerte y clara:
Disculpe usted, ¿podría
ponerse auriculares o apagar la música? No todos queremos escuchar su bochinche.
El
muchacho vaciló un instante, desconcertado; tocó su teléfono e hizo silencio. El
resto de los pasajeros quedó sorprendido ante el inusitado pedido y desenlace.
La mayoría había fantaseado con protagonizar esa escena, pero jamás se habían
animado. Panosian recibió sonrisas y saludos con la cabeza durante el resto del
viaje.
Poco
tiempo después, cuando la popularidad de Panosian en el microuniverso del
colectivo 59 había alcanzado su pico, el periódico barrial “Viejo Chico del
Soho Hollywoodense” lo entrevistó a él y a su esposa en una nota titulada: “El
justiciero del transporte público”. En ese diálogo, la señora de Panosian se
refería a esa primera jornada de la siguiente manera:
¡Parecía otra persona!
Entró como una tromba... ¡me abrazó y besó como cuando estábamos de novios!
Cuando recuperé el aire (risas) le pregunté qué le había pasado. Me respondió: “nada, me siento bien”.
El
impreso detalló que a partir de ese viaje, Panosian comenzó a caminar alegre
las calles que lo separaban de la parada, y una vez en el colectivo permanecía
atento, una media sonrisa en el rostro, viendo cómo podía ayudar, en el
trayecto de ida y vuelta al trabajo.
Es generar un poco de
respeto por los demás, decía al periódico. Estamos cuasi forzados a compartir parte
de nuestro día, todos los días… sólo trato de que ese momento sea lo más ameno
posible para todos.
Obligaba
a que se ceda el asiento a los que más lo necesitaban, arriaba pasajeros al
fondo de la unidad, dejaba en evidencia a degenerados y su especialidad: pedía
que nadie escuchara música sin auriculares. En la oficina hacía su trabajo con velocidad y
precisión. En su casa silbaba mientras leía el diario y sonreía al hablar con
su esposa.
Para
esa época la gente comenzó a reconocerlo. Para bien y para mal. Algunos lo
saludaban y le deseaban buenos días; varios choferes le agradecían el orden de
su colectivo durante la siempre complicada “hora pico”. Una señora me comentaba:
Ese pobre ángel… ¿Sabe
lo que es viajar todas las mañanas, como ganado, empujando, sin que nadie se
preocupe por nadie más que por sí mismo? Este muchacho ponía orden, ayudaba a
que el viaje sea más agradable. No sé si llamarlo “justiciero”, pero era muy útil
y le estoy agradecida.
Otros
se fastidiaban con su presencia; les parecía que exageraba para figurar. Uno de
los pasajeros de ese revelador primer viaje dijo:
El de la música era un
pibito inofensivo, pero este payaso reaccionó como si hubiese atrapado a un
terrorista peligroso: el pecho inflado, la mirada brillante. Me parece que se
le dio una importancia que nunca tuvo. Ese fue el problema.
Se lo comió el
personaje, opinó uno de los choferes de la línea, al que
entrevisté. Se creía el dueño del
colectivo. Se paraba como una azafata, ordenando a los pasajeros. Una vez le
pedí que se sentara y me dijo "no sea desagradecido”.
Le
pregunté al conductor si Panosian le caía mal y pareció sorprendido de mi
consulta. Me respondió:
De lunes a viernes
manejo un bondi. Hora tras hora acelerando, frenando, abriendo y cerrando la
puerta, marcando boleto, tratando de no chocar y de no lastimar a nadie. Te
termina anestesiando, hacés todo en piloto automático. En cambio, los sábados
por la tarde dirijo el equipo de papi futbol de uno de mis nenes. Podría
quedarme en casa viendo la tele, durmiendo la siesta o haciendo nada, pero
prefiero ir a entrenar a los chicos. ¿Sabés lo feliz que me hace eso? Pienso
que este señor había encontrado lo que lo hacía feliz… por más raro que fuese.
Se le subió un poco a la cabeza, pero no puede caerme mal alguien así.
¿Y qué cree que pasó?,
le pregunté.
Lo
pensó un rato y me dijo:
Mirá, sea lo que sea
fue grave. No me imagino no pudiendo ir más al club. Es una pena, realmente.
Los
testigos relatan que fue una mañana de invierno, antes de que saliera el sol. Panosian
sacó boleto, le pidió a una señora que cerrara la ventanilla, que entraba frío,
y se sentó hacia el medio del colectivo; satisfecho, probablemente sintiéndose
responsable del orden imperante. A la altura del Parque Las Heras subieron dos
individuos, discutieron brevemente con el chofer por la distancia a viajar y el
precio del boleto, y fueron a sentarse a los asientos del fondo. Hablaban a los
gritos, soltando groserías, mientras que el resto de los pasajeros aun trataba
de despertarse. Algunas paradas más adelante sacaron una especie de mp3, unos
parlantitos y pusieron música. A todo volumen. Panosian se dio vuelta a
mirarlos: la traza de los individuos era ruda y peligrosa. Su mirada se cruzó
con la de una señora que luego diría: me
miró preocupado, como preguntándome qué hacer. Panosian carraspeó y pidió
con voz temblorosa que apagaran la música. Se generó un mutismo generalizado,
resaltado de alguna forma por la rechinante melodía que salía de los parlantes
baratos. Los hombres lo miraron, se miraron entre ellos y, sonriendo, apagaron
el dispositivo. Panosian suspiró y agregó:
Esto es un transporte
público, señores; traten de no desubicarse.
Las
miradas cambiaron de “pedido divertido” a “ofensa imperdonable”, pero Panosian,
que ya se había dado vuelta, no las vio. El viaje transcurrió sin incidente por
un par de cuadras, hasta que todos escucharon venir del fondo del colectivo:
Hey… viejo puto…
Durante
el resto del viaje se dedicaron a insultarlo sin tregua. Las ofensas eran
mordaces y vulgares, acompañadas de risas ásperas. El resto los pasajeros, en silencio
absoluto, la vista fija al frente.
Al
llegar a su parada Panosian se levantó y tocó el timbre del medio. Su cara era
una máscara de preocupación. El colectivo bajó la velocidad, frenó con un
silbido y abrió sus puertas. Panosian bajó. Antes de que la salida se cerrara
del todo, los hombres del fondo se pararon rápidamente y bajaron por atrás.
Nadie dijo nada. Vieron a Panosian caminar a paso rápido hacia Ayacucho,
seguido de cerca. Soltaba vapor de la boca, la fría mañana recién empezaba a iluminar
la calle. Dobló la esquina con sus aparentes perseguidores casi sobre él.
En
la línea 59 nadie más lo volvió a ver.
Si
bien el rumor generalizado aseguraba que lo molieron a palos, los hospitales de
la zona no registraron a ningún Juan Carlos Panosian para esa fecha, lo cual era
una buena señal. Se barajó la posibilidad de que un oficial de policía, parado
justo a la vuelta de la esquina, lo salvó de la vendetta, y que Panosian cambió
de línea de colectivo para no volver a cruzarse con sus atacantes. Algunos
optimistas creen que fue él quien golpeó a los perseguidores; otros, que cada
uno siguió su camino y la caminata hacia el mismo lado fue una simple
casualidad. No sé cuál de esas dos suposiciones me parece más ilusoria. Intenté
hablar a su casa, pero su esposa me dijo que no tenía nada para decir. Lo mismo
en su trabajo. Finalmente, un testigo anónimo, y en teoría cercano a la familia,
me llamó una tarde y me dijo:
Apenas dobló la esquina
lo agarraron del cuello del saco, pero se zafó y empezó a correr. Imagino que
de fiaca, porque Juan Carlos no podría dejar atrás a nadie, ni lo siguieron. A
la cuadra se metió a un bar y no se movió de ahí hasta que Adela (la
mujer) lo fue a buscar con un taxi. Cuando
llegó, lo encontró a Juan desencajado, los ojos llenos de lágrimas. Pidió
licencia en el trabajo y por un tiempo no se animó ni a salir a la calle. Ahora
se compró un autito usado, por eso ya no lo ven en el colectivo.
No
sé realmente qué pasó, pero prefiero no creer esta opción. Es la más triste de
todas.
*
Uno
siente que está ahí para el prójimo y eso es muy valioso. Los médicos lo curan,
los bomberos lo salvan de un incendio, yo lo ayudo a que viaje mejor (risas). Sé que es una pavada, pero a mí me hace bien estar ahí para los
demás.
“El
Justiciero del Transporte Público” (fragmento) - Viejo Chico del Soho
Hollywoodense
Marzo
de 2009
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