lunes, 31 de agosto de 2015

Nadie sufre (mucho) sin querer

“¿Y ese?”, preguntó.

“Ese es un mail…”

Él se divertía tratando de adivinar los tonos que salían de su celular. Ella lo intentaba admirando el cuerpo de su compañero de cama. Él fumaba y trataba de sacar conversación. Ella flotaba en un mar de silencio embotado, salpicado por islas de preguntas estúpidas. Ambos ignoraban una televisión que mostraba dibujos animados sin volumen, ya que jamás pudieron hacer funcionar correctamente el mando en la cabecera de la cama.

“Serán tus amigas, tratando de saber adónde te escapaste tan rápido”, dijo él sonriendo, mientras apagaba su cigarrillo y comenzaba a acariciarle el estómago.

“Capaz…”, contestó perdida. Había olido el peligro; como un animal rodeado de belleza, que intuye una herida mortal a punto de mutilarlo. Había notado el frío en el aire esos días, y su mecanismo de defensa siempre había sido atacar preventivamente.

El teléfono volvió a sonar, con un tono nuevo, personalizado.

“Opa, ese es nuevo. ¿De quién es?”

“De nadie”, contestó, segundos antes de guiar la mano del hombre hacia abajo, a fin de volver a nublarse, al menos por un rato.

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