miércoles, 23 de septiembre de 2015

Amok Culinario

En coautoría con Joaquín Gambini

Cae la noche y la obligación de sentarme a comer vuelve a presentarse. Veamos cómo se comporta esta vez. Me llamó diciendo que la comida estaba lista. Bajo para encontrar la carne aun cruda y la mesa mal puesta. Tratando de no rezongar, doblo las servilletas que él no colocó. Por fin nos sentamos. Intenta afilar su cuchillo serruchado con su tenedor. El chirriante sonido que produce me molesta casi tanto como su estupidez.

Trato de centrarme en mi plato y disfrutar de mi cena. Tarea harto difícil, teniendo en cuenta que las papas están crudas y la carne seguro quedó horrible. Pero, ¿cómo culparlo por eso? Ni el mejor chef del mundo podría darle buen sabor a ese trozo.

Me concentro en las papas, mientras lo veo masticar el primer bocado de carne y hacer una mueca. Ve que lo observo y sonríe. Pobre diablo.

“Entonces…”, dice desesperado, intentado enmendar la aparente ofensa, “… ¿dónde dijiste que conseguiste este manjar?”

“No lo dije, pero fue en el mercado de la calle X”, miento.

Juego con mi plato y lo observo comer, evitando las arcadas.

 “Gran lugar, gran lugar… Y… ¿dónde está Myaso?”. Tan ridículo como inevitable sentir celos por ese gato, que recibe más amor que yo.

“No sé”, vuelvo a mentir.

A esto se había reducido nuestra relación: a engañarnos y ocultar las caras de asco.



*

Escuché el característico sonido de los mensajes de texto y, siguiendo el timbre, lo encontré caído entre su mesa de luz y su lado de la cama: había olvidado su celular al salir para la oficina. Lo tomé y sonreí, como cada vez que veía la foto que tenía de fondo de pantalla: estábamos en el caribe, años atrás, más bronceados y menos gordos. En ese momento volvió a sonar el teléfono. Un mensaje saltó en la pantalla, cubriendo nuestra felicidad pasada.

¿Cuándo te vuelvo a ver?

Dudé unos segundos, pero, finalmente, todas las promesas de confianza y de respetar espacios cedieron ante la curiosidad y el miedo. Abrí los mensajes. Un tal Mario le decía que la había pasado genial el fin de semana. Por unos momentos de negación total supuse que el congreso de urbanismo al que me dijo había viajado, había sido todo un éxito. Las fotos que encontré en el chat me terminaron de abrir los ojos. De un cachetazo.

Escuché abrirse la puerta de calle, y pasos subir a toda velocidad por la escalera. Dejé el teléfono en la mesa de luz y, sin tiempo de dejar la habitación, fingí buscar algo en el placard. Temblaba. Entró como una tromba, y al ver que estaba ahí intentó serenarse, mientras sus ojos recorrían el ambiente. Encontró el teléfono, lo tomó y fingió buscar algo con desenfado. Luego me besó la mejilla y volvió a salir. El cerrar de la puerta de calle sonó como un balazo que me sobresaltó y derrumbó la muralla. Me senté en nuestra cama y me largué a llorar.

*

“Qué raro, nunca falta cuando hay comida”, insiste.

“Seguro anda cerca”, le respondo.

“¿Qué querés decir?”

“Nada en particular. ¿Te gusta la carne que compré? La cocinaste genial”.

“Sí, sí, está bien”, contesta distraído, mientras mira alrededor y se lleva otro pedazo a la boca.

Para comer putrefacción, le comería el corazón, tratando de recuperar el mío. Una especie de ritual culinario, probablemente inútil; mientras arroyos irracionales de sangre manchan la tierra que una vez fue fértil en promesas.

La cena transcurre en silencio por un rato, perturbada sólo por el ruido molesto de los cubiertos y su respiración forzada, masticando con esfuerzo. Trato de conservarme impasible, pero no puedo más:

“¿Te gusta? ¿Seguro? La próxima lo invitamos a Mario”

Me mira con curiosidad por un momento y sus ojos comienzan a abrirse con lentitud y certeza.

“No…”

Sonrío.

Baja la mirada al plato y la vuelve a subir.

“… ¿Myaso?”

¡Esa sí que es una hipérbole desafortunada! No respondo. Dejo que su mente imagine la escena, mientras disfruto del imprevisible momento.

“Hijo de mil putas…”

Se lleva los dedos a la boca y vomita sobre la mesa. Suelto una carcajada cargada de amargura, disfrutando del desarrollo impensado de la velada. Levanta la mirada, los ojos llenos de lágrimas, la cara colorada por el esfuerzo. Se pone de pie y viene hacia mí, cuchillo en mano, dispuesto a vengar a su único verdadero amor. Al parecer mi risa, sonido antes atesorado, es la gota que derrama su vaso. La mía fue verlo besarse con otro hombre. No es justo.

La mueca ahora es de determinación y locura. Pienso en gritarle que pare, explicarle, pero estoy muy cansado. De decirle algo le diría: “los Tramontina no se afilan así, imbécil, capaz que ni lográs matarme”. El gato está en la casa del vecino, lo vi saltar la cerca esa tarde, esto sólo es un poco de carne podrida que me regaló el carnicero y con la que intenté llevar a cabo una vendetta tan estúpida como fútil. Finalmente, no digo nada y lo recibo como la primera vez: con los brazos abiertos.



En Psiquiatría, el síndrome Amok es un  síndrome ligado a la cultura y consiste en una súbita y espontánea explosión de rabia salvaje, que hace que la persona afectada corra locamente, armada, y ataque, hiera o mate indiscriminadamente a las personas y animales que aparezcan a su paso, hasta que el sujeto es inmovilizado o se suicida. 

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