Debo haberle
parecido una loca, ¿no? Déjeme que termine de servirme el café y le explico. Ahí
está. A ver, recuerdo que fue un día de verano cualquiera. Ni mi cumpleaños,
que es en agosto; ni navidad, que ya había pasado. Halloween ni se festejaba y
había sido hacía meses, así que tampoco venía por ahí la mano. Simplemente
llegó, me dio un beso, un abrazo lleno de olor a perfume y me dio el paquete.
¿Qué había en el paquete? ¡Un disfraz de pirata!
Yo tenía
ocho años. Usaba vestidos rosas y había aprendido a hacerme una trenza que
llevaba todos los días a la escuela para envidia de mis compañeras. En la tele
solo veía princesas, duendecitos y osos cariñosos; y me la pasaba dibujando
arcoíris, cielos soleados, unicornios… todas esas pavadas. Era una chica común
y corriente, pero algo me hacía ruido de toda esa movida. La abuela Zulma lo
notó, y lo tuvo en cuenta a la hora de comprar el disfraz. Al menos, es lo que
me gusta creer.