Era su padre quien lo encontraba
todas las mañanas: los ojos cerrados, la respiración acompasada, vaciando los
sifones contra la pared del patio.
Cuando la escena se repitió hasta
la preocupación, lo llevaron al médico del pueblo. Estudios de sueño,
electroencefalogramas, hasta una visita disimulada a un hipnotista, y lo único
que descubrió el galeno fue que no tenía el menor indicio de qué causaba sonambulismo
con específico gastadero de soda. El solo aporte que pudo hacerle a los padres
fue asegurarles que despertar a un sonámbulo no causa ningún tipo de
consecuencia nefasta; por lo que cada mañana, al encontrar al niño empapando
las paredes del patio, sonriendo en verano y temblando en invierno, su padre lo
secaba y lo mandaba, dependiendo de la época del año, a la escuela o a mirar dibujitos animados; mientras se preguntaba que fuerza invisible empujaba a su
hijo a llevar a cabo tan específica tarea.
La madre observaba estas escenas
desde la distancia; temerosa, con el corazón encogido. El padre suponía que la
pena y la impotencia la apartaban de tan triste escena. Lo que la asustadiza
señora realmente temía, era que el lazo primario entre madre e hijo (tal vez durante
esa preciosa conexión uterina de nueve meses) de alguna forma le hubiera
revelado, en el mundo del subconsciente, quién era su verdadero progenitor.