viernes, 8 de mayo de 2015

Junior

Era su padre quien lo encontraba todas las mañanas: los ojos cerrados, la respiración acompasada, vaciando los sifones contra la pared del patio.

Cuando la escena se repitió hasta la preocupación, lo llevaron al médico del pueblo. Estudios de sueño, electroencefalogramas, hasta una visita disimulada a un hipnotista, y lo único que descubrió el galeno fue que no tenía el menor indicio de qué causaba sonambulismo con específico gastadero de soda. El solo aporte que pudo hacerle a los padres fue asegurarles que despertar a un sonámbulo no causa ningún tipo de consecuencia nefasta; por lo que cada mañana, al encontrar al niño empapando las paredes del patio, sonriendo en verano y temblando en invierno, su padre lo secaba y lo mandaba, dependiendo de la época del año, a la escuela o a mirar dibujitos animados; mientras se preguntaba que fuerza invisible empujaba a su hijo a llevar a cabo tan específica tarea.

La madre observaba estas escenas desde la distancia; temerosa, con el corazón encogido. El padre suponía que la pena y la impotencia la apartaban de tan triste escena. Lo que la asustadiza señora realmente temía, era que el lazo primario entre madre e hijo (tal vez durante esa preciosa conexión uterina de nueve meses) de alguna forma le hubiera revelado, en el mundo del subconsciente, quién era su verdadero progenitor.