viernes, 29 de agosto de 2014

La trágica noche del Señor Mono Caballero

Lo encontraron en la jungla, entre ejemplares de su misma especie. Si bien físicamente era igual al resto de los monos, inmediatamente llamó la atención de los investigadores. Mientras sus pares se sacaban y comían los piojos los unos a los otros, o recibían a los investigadores con una cálida bienvenida de chillidos y lanzamiento de excremento, éste espécimen había hecho fuego con unas ramas secas y luego de calentar agua en una piedra en forma de pequeña pileta, le agregó una mezcla de distintas hierbas y se la tomó muy calmado, mientras observaba a sus compañeros con una mezcla en la mirada de disgusto y vergüenza ajena.

“¿Está… está tomando té?”, preguntó, maravillado, uno de los investigadores.

Originalmente estaban allí para estudiar el comportamiento del perezoso. Querían observar si podían captar algo que valiera la pena de ese inerte animal y como hacía para que no se lo coma nadie, así, lento y falto de recursos como es. Pero el descubrimiento del particular simio los impresionó y los hizo abandonar el propósito inicial. Lo estudiaron por un rato y, como buenos hombres de ciencia, decidieron que debían arrancarlo de su hábitat natural y hacerle una serie indefinida y estresante de pruebas para aprender más sobre su comportamiento.


domingo, 10 de agosto de 2014

Lecciones de baile

Ella me enseñó a bailar.
Bah, decir bailar es sobreestimarlo. Cuando “bailo” da la impresión que mis brazos, mis piernas y mi torso están peleados y no se hablan desde hace años. Cada uno hace lo que quiere. Sin contar que pareciera que cada una de las articulaciones de mi cuerpo hubiese estado guardada por un largo tiempo en un galpón húmedo y, descuidadas, se fueron oxidando y perdiendo su funcionalidad.
Digamos que “bailar” es un término más que generoso, y ella no tuvo nada que ver con la enseñanza de los movimientos que hago al escuchar música.
Lo que ella me enseñó es que la música está hecha para ser bailada. Y que bailar tiene más de terapéutico de lo que mi descreída mente podía llegar a creer.
Recuerdo que estábamos cocinando en mi casa, escuchando la radio y tomando Campari (ustedes busquen el éxito profesional, ser estrellas de rock o astronautas; para mí la felicidad era esa combinación: música, Campari y ella) y, de pronto, se puso a bailar. Sonaba un rock suavecito y despreocupado, y ella lo interpretaba con movimientos ídem.
Me sonreí y le pregunté: “¿Qué haces?”
“Bailo”, fue su respuesta. Podría haber agregado “¿sos ciego?” y hubiese estado perfectamente justificado.
Y agregó:
“¿Bailás conmigo?”