Ella me enseñó a bailar.
Bah, decir bailar es sobreestimarlo.
Cuando “bailo” da la impresión que mis brazos, mis piernas y mi
torso están peleados y no se hablan desde hace años. Cada uno hace
lo que quiere. Sin contar que pareciera que cada una de las
articulaciones de mi cuerpo hubiese estado guardada por un largo
tiempo en un galpón húmedo y, descuidadas, se fueron oxidando y
perdiendo su funcionalidad.
Digamos que “bailar” es un
término más que generoso, y ella no tuvo nada que ver con la
enseñanza de los movimientos que hago al escuchar música.
Lo que ella me enseñó es que la
música está hecha para ser bailada. Y que bailar tiene más de
terapéutico de lo que mi descreída mente podía llegar a creer.
Recuerdo que estábamos cocinando en
mi casa, escuchando la radio y tomando Campari (ustedes busquen el
éxito profesional, ser estrellas de rock o astronautas; para mí la
felicidad era esa combinación: música, Campari y ella) y, de
pronto, se puso a bailar. Sonaba un rock suavecito y despreocupado, y
ella lo interpretaba con movimientos ídem.
Me sonreí y le pregunté: “¿Qué
haces?”
“Bailo”, fue su respuesta.
Podría haber agregado “¿sos ciego?” y hubiese estado
perfectamente justificado.
Y agregó:
“¿Bailás conmigo?”
No recuerdo bien que le respondí.
Supongo que “estás loca” o “mmm ¿te parece?”, porque cuando
quiero puedo ser dulce como una hiena rabiosa con dolor de muelas.
Ella bailaba, ajena a todo. Incluso
a mí. Sonreía, con los ojos cerrados, y dejaba que la música
fluyera entre sus extremidades y la limpiara de preocupaciones y traumas. Me
quedé mirándola, hipnotizado y seguro de dos cosas: esta era la
chica correcta, e iba a perderla.
El tema es que no sé muy bien cómo
hacer para conservar las cosas que quiero. Se me escapan entre los
dedos, casi adrede. No quiero ponerme a desanudar ese ovillo acá (mi
psicóloga se encarga del tema hace años; un par de sesiones más y
ya puede comprarse un avión privado), pero creo que es miedo a dejar
que me hagan feliz del todo. Como si conspirara contra mí mismo para
no aferrarme a nada, imaginando que el dolor de la eventual pérdida
va a ser más intenso que la felicidad de disfrutar la situación. Sé
que suena estúpido, pero bueno, nunca dije que era muy inteligente.
Por suerte, en ese momento, mi
sentido común se despertó, cacheteó a mi depresión crónica y,
finalmente, bailé.
Y fue genial.
Soy una persona muy tímida, pero en
ese momento no me importaba nada. No había nadie alrededor, salvo la
música y una chica que me encantaba, y que bailaba conmigo (y ya me había visto
desnudo, así que el tema de la vergüenza estaba superado). La
música me llevaba a un lugar donde mi mente no llegaba. Y eso era lo
importante.
Debo haber cerrado los ojos yo
también, porque cuando terminó la canción volví de donde sea que
había ido, la cocina se llenó de luz y la vi a ella, sonriendo y
prendiéndose un pucho:
“¿Viste que no era tan difícil?”
A partir de esa vez bailamos muchas
veces más: en fiestas, en el tren, en paradas de colectivos, en la
cama y siempre al cocinar. Era nuestro ritual. Algunos hacen yoga,
nosotros bailábamos. En esos momentos nada más importaba. Los
problemas no podían atraparnos, el stress se escurría por entre los
dedos. Mi mente estaba en silencio y la felicidad era plena. No
importaba la canción, no importaba si los movimientos eran dignos
del Colón o la gente que pasaba cerca nos daba plata para la
Fundación Parkinson. Lo único que importaba era la libertad que
generaba bailar.
*
Lo malo de las profecías auto
cumplidas es que por más que conscientemente uno no quiera que
sucedan, inconscientemente hace todo lo necesario para que terminen
ocurriendo.
De una forma u otra, y una boludez a
la vez, arruiné las cosas y ella se cansó. Se despidió con mucho
cariño, pero cuando cerró la puerta ya no hubo forma de volver a
abrirla.
Y ahí me
quedé yo: con una confirmación inútil y esa sensación de
frustración angustiante de saber que es imposible volver el tiempo
atrás.
El contacto se perdió (si algo que
se extravía a propósito puede ser llamado perder) y el tiempo pasó.
Hay días buenos y días en los que me pregunto si me equivoqué en
elegir el agnosticismo ya que Dios es real… y disfruta su psicótica
versión de quemar hormigas humanas con una lupa gigante hecha de
ansiedad. Cuando tengo esos días “creyentes”, bailo. Donde sea
que esté; ya lo hago sin darme cuenta. A veces me vale bocinazos en
las esquinas o miradas indescifrables en el gimnasio. No me importa.
Claramente no es lo mismo hacerlo solo, pero aún tiene un poco de
magia sanadora.
Tengo muchos recuerdos de ese tiempo
juntos. Recuerdos que mi mente trata de adornar con espinas doradas,
para que duelan en su idealización cada vez que los evoco. Pero una
de las cosas que más aprecio, la herencia noble de uno de mis
mayores descuidos, es haber recibido lecciones de baile.
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