domingo, 10 de agosto de 2014

Lecciones de baile

Ella me enseñó a bailar.
Bah, decir bailar es sobreestimarlo. Cuando “bailo” da la impresión que mis brazos, mis piernas y mi torso están peleados y no se hablan desde hace años. Cada uno hace lo que quiere. Sin contar que pareciera que cada una de las articulaciones de mi cuerpo hubiese estado guardada por un largo tiempo en un galpón húmedo y, descuidadas, se fueron oxidando y perdiendo su funcionalidad.
Digamos que “bailar” es un término más que generoso, y ella no tuvo nada que ver con la enseñanza de los movimientos que hago al escuchar música.
Lo que ella me enseñó es que la música está hecha para ser bailada. Y que bailar tiene más de terapéutico de lo que mi descreída mente podía llegar a creer.
Recuerdo que estábamos cocinando en mi casa, escuchando la radio y tomando Campari (ustedes busquen el éxito profesional, ser estrellas de rock o astronautas; para mí la felicidad era esa combinación: música, Campari y ella) y, de pronto, se puso a bailar. Sonaba un rock suavecito y despreocupado, y ella lo interpretaba con movimientos ídem.
Me sonreí y le pregunté: “¿Qué haces?”
“Bailo”, fue su respuesta. Podría haber agregado “¿sos ciego?” y hubiese estado perfectamente justificado.
Y agregó:
“¿Bailás conmigo?”


No recuerdo bien que le respondí. Supongo que “estás loca” o “mmm ¿te parece?”, porque cuando quiero puedo ser dulce como una hiena rabiosa con dolor de muelas.
Ella bailaba, ajena a todo. Incluso a mí. Sonreía, con los ojos cerrados, y dejaba que la música fluyera entre sus extremidades y la limpiara de preocupaciones y traumas. Me quedé mirándola, hipnotizado y seguro de dos cosas: esta era la chica correcta, e iba a perderla.
El tema es que no sé muy bien cómo hacer para conservar las cosas que quiero. Se me escapan entre los dedos, casi adrede. No quiero ponerme a desanudar ese ovillo acá (mi psicóloga se encarga del tema hace años; un par de sesiones más y ya puede comprarse un avión privado), pero creo que es miedo a dejar que me hagan feliz del todo. Como si conspirara contra mí mismo para no aferrarme a nada, imaginando que el dolor de la eventual pérdida va a ser más intenso que la felicidad de disfrutar la situación. Sé que suena estúpido, pero bueno, nunca dije que era muy inteligente.
Por suerte, en ese momento, mi sentido común se despertó, cacheteó a mi depresión crónica y, finalmente, bailé.
Y fue genial.
Soy una persona muy tímida, pero en ese momento no me importaba nada. No había nadie alrededor, salvo la música y una chica que me encantaba, y que bailaba conmigo (y ya me había visto desnudo, así que el tema de la vergüenza estaba superado). La música me llevaba a un lugar donde mi mente no llegaba. Y eso era lo importante.
Debo haber cerrado los ojos yo también, porque cuando terminó la canción volví de donde sea que había ido, la cocina se llenó de luz y la vi a ella, sonriendo y prendiéndose un pucho:
“¿Viste que no era tan difícil?”
A partir de esa vez bailamos muchas veces más: en fiestas, en el tren, en paradas de colectivos, en la cama y siempre al cocinar. Era nuestro ritual. Algunos hacen yoga, nosotros bailábamos. En esos momentos nada más importaba. Los problemas no podían atraparnos, el stress se escurría por entre los dedos. Mi mente estaba en silencio y la felicidad era plena. No importaba la canción, no importaba si los movimientos eran dignos del Colón o la gente que pasaba cerca nos daba plata para la Fundación Parkinson. Lo único que importaba era la libertad que generaba bailar.


*
Lo malo de las profecías auto cumplidas es que por más que conscientemente uno no quiera que sucedan, inconscientemente hace todo lo necesario para que terminen ocurriendo.
De una forma u otra, y una boludez a la vez, arruiné las cosas y ella se cansó. Se despidió con mucho cariño, pero cuando cerró la puerta ya no hubo forma de volver a abrirla.
Y ahí me quedé yo: con una confirmación inútil y esa sensación de frustración angustiante de saber que es imposible volver el tiempo atrás.
El contacto se perdió (si algo que se extravía a propósito puede ser llamado perder) y el tiempo pasó. Hay días buenos y días en los que me pregunto si me equivoqué en elegir el agnosticismo ya que Dios es real… y disfruta su psicótica versión de quemar hormigas humanas con una lupa gigante hecha de ansiedad. Cuando tengo esos días “creyentes”, bailo. Donde sea que esté; ya lo hago sin darme cuenta. A veces me vale bocinazos en las esquinas o miradas indescifrables en el gimnasio. No me importa. Claramente no es lo mismo hacerlo solo, pero aún tiene un poco de magia sanadora.
Tengo muchos recuerdos de ese tiempo juntos. Recuerdos que mi mente trata de adornar con espinas doradas, para que duelan en su idealización cada vez que los evoco. Pero una de las cosas que más aprecio, la herencia noble de uno de mis mayores descuidos, es haber recibido lecciones de baile.





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