Como
cualquier chico, Tomi tuvo su etapa de enloquecer a sus padres con preguntas.
Su curiosidad jamás tenía límite, “¿por qué?” no era una consulta, sino una
duda existencial infinitamente repetible; y sus consultas se transformaban en
interrogatorios interminables.
¿Pá, que número de Playstation había cuando
eras chico? ¿Por qué el fuego quema? ¿Si lo vuelvo a tocar, vamos a tener que
ir al hospital otra vez? ¿Qué están haciendo esos dos perros? ¿Quién es “el
gitano” que la abuela dice le movía el piso? ¿La hacía caer? ¿El abuelo no la
defendía?
Tomi tenía
muchos interrogantes, pero una sola preocupación: Papá Noel.
Todos los
años, para la época de las fiestas, desde que sus padres le contaron sobre el
bondadoso personaje reparte-regalos, Tomi se fue tornando más y más curioso al
respecto. A todos los niños los atrae Papá Noel, su historia, su encanto... el
contenido de su bolsa roja; en el caso de Tomi, el interés se basaba en
intentar comprender el modus operandi de un hombre que, con evidente sobrepeso
y avanzada edad, se daba maña para entregar regalos, a todos los niños del
mundo, en solo un día del año.
El año en
que esta historia acontece, Tomi había decidido que era lo suficientemente
adulto para saber todo al respecto de este extraordinario ser y había
preguntado a sus padres al respecto. Lamentablemente, no le convenció ninguna
de las respuestas que recibió. Creía que “Papá Noel es máaaagico”, era una
explicación bastante simplona. Sus padres tampoco sabían papá de quién era Papá
Noel, por qué algunos regalos eran mejores que otros dependiendo la casa (y no
del comportamiento, como le habían dicho), cómo hacía para estar en Argentina y
en la China al mismo tiempo... no sabían nada.
“Bueno, la
verdad que no sé si tiene hijos... ¡gorda!, ¿Papá Noel es el padre de los elfos?”,
“Papá Noel a veces no se da cuenta que algunos regalos que deja son mejores que
otros; no te preocupes, seguro el año que viene los reparte al revés”, o, la
más absurda, algo sobre unos “husos horarios” y que “en china es de día y acá
de noche” (¡ridículo!), eran réplicas que solo habían logrado confundir a Tomi
y lo habían convencido que necesitaba encontrar la respuesta por sí mismo.
Había visto
en televisión que Papá Noel vivía en el Polo Norte, pero no tenía idea de donde
quedaba ese lugar (y no iba a volver a preguntar a sus padres al respecto); por
lo que comenzó a indagar un poco más cerca: su escuela.
Uno de los
últimos días de clases, antes de entrar en vacaciones de verano, Tomi se acercó
a su maestra y la interrogó con su batería de preguntas sobre el chofer del
trineo mágico. No hubo caso, su señorita le dio las mismas respuestas que sus
padres. Refunfuñando, y dudando una conspiración padres/educadores para ocultar
la verdad, salió del aula. En el pasillo lo esperaba Pedro Sarandí, el abusón
del curso. Pedro era tan malvado como tonto (una combinación común y peligrosa)
y disfrutaba haciéndole la vida imposible a los demás. Cuando Tomi se lo
encontró, Pedro sonreía; cosa que pasaba solo en dos oportunidades: cuando veía
su show favorito en televisión (nadie lo sabía, pero era “Las princesas de
Amorlandia”, en el canal 4), y cuando iba a maltratar a alguien.
“Hola,
Tonti...”
Tomi odiaba
que lo llamaran así, por lo que, obviamente, Pedro no perdía oportunidad de
nombrarlo de esa forma. Intentó pasar rápidamente por al lado del abusón, pero
este lo agarró fuerte del brazo.
“¿Así que
tenes preguntas sobre Papá Noel, tonti?”, le preguntó Pedro. Seguía sonriendo.
Tomi intentó
soltarse, pero sin fuerzas. Sabía que Pedro tramaba algo, pero su curiosidad
fue más fuerte: “Sí, ¿por?”
“Bueno,
porque tengo algo para contarte”.
Teniendo en
cuenta su maldad, y la magnitud de novedad, Pedro podría haber jugado más con
la noticia; perturbando a Tomi. Pero no. Su cabeza no daba más que para el daño
inmediato y poco elaborado. Por suerte.
Sin soltarle
el brazo y acercando sus labios al oído de Tomi, Pedro susurró:
“No existe.
Papá Noel son los padres”.
La maestra
salió corriendo del aula al escuchar los gritos y el llanto. En el pasillo se
encontró con Tomi y Pedro. Tomi, desencajado, le gritaba a Pedro que parara de
decir mentiras. Pedro, desde el suelo y con la cara y el uniforme llenos de
sangre, solo atinaba a llorar y cubrirse la cara con las manos.
Tomi quedó
castigado en la oficina de la directora hasta que llegara su madre a retirarlo.
A Pedro lo pasaron a buscar antes y pasó la tarde viendo “Las princesas de
Amorlandia”. No sonrió mucho. Le dolía la boca al hacerlo.
Mientras
pasaba el tiempo, el fastidio de Tomi crecía. Concentrado en su enojo, no notó
que otro chico castigado se había sentado al lado de él hasta que este le habló
y le dijo:
“Escuché tu
charla con Pedro...”
Tomi volvió
a la realidad y lo miró serio. Los ojos apagados. Ya no tenía nada que perder.
“¿Vos
también vas a molestarme con eso?”
“No, no.
Para nada. Solo quería decirte que es un maldito. Y que está equivocado”. Bajó
la voz, miró para todos lados a ver si había alguien espiando (la directora
chequeaba su facebook en la computadora del colegio y nos les prestaba un
mínimo de atención), y le dijo: “Yo... yo vi a Papá Noel”.
Tomi se
quedó helado. ¡Un testigo! Antes de que pudiera decir nada, el chico siguió
hablando:
“Por un par
de navidades vino a casa. Luego, de la nada, dejó de aparecer”.
“¿Y cómo
es?”. El asombro inicial de Tomi dejaba paso a su curiosidad habitual.
“Bueno, es
parecido a cómo sale en la tele. Gordo, barbudo, vestido de rojo y blanco. Se
parece un poco a mi tío Mario”, terminó su amigo, recordando perplejo.
“¿Pudiste
hablar con él?”
“No, no. No
hablaba. Se reía fuerte mientras todos gritaban, tropezaba con los muebles, nos
daba los regalos y desaparecía”.
“¿Y decís
que de una navidad a otra dejó de venir?”, preguntó Tomi.
“Exacto. Bah,
venir, venía, porque los regalos seguían llegando. Pero ya no aparecía a
dárnoslos personalmente. Los dejaba en el árbol, como en todas las casas”.
“¿Y cuándo
fue eso?”
“Hace unos
dos años. Más o menos desde que el tío Mario se fue a vivir al sur”.
Se produjo
un silencio incómodo entre los dos. Tomi lo cortó rápidamente.
“Mmm
probablemente eso sea una coincidencia”.
“Sí, sí,
claro”. Se apresuró a decir su amigo.
“¡Silencio!”,
acotó la directora. Nadie daba “me gusta” a su última foto de perfil y estaba
de mal humor.
Tomi quedó
pensativo y esperanzado. “Así que lo vieron. O sea que si lo encuentro, puedo
hablar con él”.
La vuelta a
casa fue silenciosa e incómoda. El aire acondicionado del auto calmaba los
calores de fin de año, y el clima dentro del coche. Su madre no se atrevió a
decirle nada durante todo el viaje. Estaba en contra de que su hijo pelee; pero
había sido para enfrentarse a un abusador, lo cual estaba bien. Por otro lado,
la maestra le había contado el motivo de la pelea y no podía dejar de sentirse
responsable. ¿Ya era hora de hablar con él? ¡Pero si es mi bebito aun! Un
bebito que le tiró un diente al abusón del curso...
Tomi estaba
decepcionado con su madre. Se había metido en problemas, pero sentía que no era
su culpa. Lo habían forzado. Sus padres y su maestra, ocultando algo (estaba
seguro de eso); y Pedro con sus estúpidas mentiras. ¡Solo quería que dejen de
mentirle! Era obvio que Pedro iba a hacer lo que hizo; pero los demás, era algo
que no podía comprender, que lo llenaba de curiosidad y (aunque esto no lo
admitía) le daba un poco de miedo.
Noche buena
fue un caos, como todos los años. Su familia corría de acá para allá colocando
adornos, preparando comida y tratando de no matarse entre ellos. Tomi los veía
pasar con distraída atención. Sentado en un costado del comedor, pensaba.
Disfrutaba
de la festividad con el mismo fervor de sus contemporáneos, pero mientras que
sus amigos se deleitaban con los fuegos artificiales, con la comida (que en
cualquier otro momento el año hubiesen tirado al tacho de basura mientras
reclamaban enérgicamente una hamburguesa con papas fritas), y con, por su
supuesto, los regalos, a Tomi lo obsesionaba la mera existencia de Papá Noel.
Y, a
diferencia de los años anteriores, esta vez tenía un plan.
Todos los
años, luego de la cena, un pequeño caos acontecía en su hogar. Pasaba siempre
de un momento a otro, sin darle tiempo a Tomi de reaccionar. O sus padres le
deban estrellitas para salir a prender en el jardín, o su tío le preguntaba
alguna cuestión aburrida: como si le gustaba alguna compañera o como le estaba
yendo en la escuela. La gente iba y venía; como había hecho durante toda la
velada, pero diferente. A Tomi le parecía extrañamente ensayado. De pronto,
alguno de sus parientes gritaba: “¡Parece que ya pasó Papá Noel!”. Se asomaban
a la sala de estar y el árbol aparecía decorado de regalos. Regalos que había
que esperar hasta después de las 12 para abrir. Tomi nunca terminaba de
desenmarañar que es lo que pasaba realmente, pero estaba seguro que Papá Noel
aprovechaba ese tiempo de distracción para dejar los regalos.
Y lo iba a
probar.
La abuela,
amante del vino tinto y de las ocasiones para beberlo en abundancia, había
tomado un poco de más y estaba subida a la mesa, gritando que Sandro una vez le
había dado el zarandeo de su vida. El abuelo, sentado en su silla, se agarraba
la cabeza. La tía, hermana de su mamá, le gritaba a su madre que por favor se
bajara de la mesa, o que por lo menos dejara de hablar. Su papá, yerno de la
señora en cuestión, seguía la historia de cerca mientras trataba de contener la
risa. Y su mamá… no estaba por ningún lado.
Tomi no
tenía idea de lo que era un zarandeo, ni le importaba. Era su oportunidad.
Se escabulló
de la familia y avanzó sigilosamente del comedor a la sala de estar, donde la
familia armaba el árbol todos los años.
Se escondió
detrás del sillón, dispuesto a aguardar el tiempo que fuera necesario. Esta vez
iba ver a Papá Noel de cerca, presenciar la puesta de los regalos, estudiar sus
movimientos, y, si se animaba, presentarse respetuosamente e interrogarlo un
poco. Estaba expectante, nervioso y un poco incómodo.
Pasaron
pocos segundos cuando vio salir a su mamá de su habitación. Caminaba con
agilidad, pero cuidando donde pisaba, y llevaba con ella una bolsa de color
gris opaco. La bolsa era enorme y estaba llena. Se notaba por los bultos que
sobresalían en todas direcciones.
Tomi
contempló la escena por una fracción de segundo y, sin pensarlo, salió
rápidamente de su escondite, gritando:
“¡Ma!”
Ella se dio
vuelta a verlo; sorprendida y avergonzada, como si la hubieran atrapado
haciendo algo que no debía. Tomi no le dio ni tiempo de reaccionar y la
envolvió en un abrazo fuerte y tembloroso. Su madre hizo lo que pudo para poner
la bolsa fuera del alcance y le devolvió el abrazo.
“Tomi, ¿qué
hacías escondido atrás del sillón?”
“La abuela
se subió a la mesa, ¿sabías? Voy a ver si ya la bajaron”.
“¿La abuela
qué...?”, preguntó la madre, confundida.
Su hijo no
le dio tiempo a reaccionar. Respondió apurado:
“Algo de un
Sandro o algo así, no importa. Me voy. Si ves a Papá Noel, decile que lo quiero
mucho”.
Y salió
corriendo hacia el comedor.
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