domingo, 11 de mayo de 2014

La verdad sobre la Navidad

Como cualquier chico, Tomi tuvo su etapa de enloquecer a sus padres con preguntas. Su curiosidad jamás tenía límite, “¿por qué?” no era una consulta, sino una duda existencial infinitamente repetible; y sus consultas se transformaban en interrogatorios interminables.

¿Pá, que número de Playstation había cuando eras chico? ¿Por qué el fuego quema? ¿Si lo vuelvo a tocar, vamos a tener que ir al hospital otra vez? ¿Qué están haciendo esos dos perros? ¿Quién es “el gitano” que la abuela dice le movía el piso? ¿La hacía caer? ¿El abuelo no la defendía?
Tomi tenía muchos interrogantes, pero una sola preocupación: Papá Noel.


Todos los años, para la época de las fiestas, desde que sus padres le contaron sobre el bondadoso personaje reparte-regalos, Tomi se fue tornando más y más curioso al respecto. A todos los niños los atrae Papá Noel, su historia, su encanto... el contenido de su bolsa roja; en el caso de Tomi, el interés se basaba en intentar comprender el modus operandi de un hombre que, con evidente sobrepeso y avanzada edad, se daba maña para entregar regalos, a todos los niños del mundo, en solo un día del año.

El año en que esta historia acontece, Tomi había decidido que era lo suficientemente adulto para saber todo al respecto de este extraordinario ser y había preguntado a sus padres al respecto. Lamentablemente, no le convenció ninguna de las respuestas que recibió. Creía que “Papá Noel es máaaagico”, era una explicación bastante simplona. Sus padres tampoco sabían papá de quién era Papá Noel, por qué algunos regalos eran mejores que otros dependiendo la casa (y no del comportamiento, como le habían dicho), cómo hacía para estar en Argentina y en la China al mismo tiempo... no sabían nada.
Bueno, la verdad que no sé si tiene hijos... ¡gorda!, ¿Papá Noel es el padre de los elfos?”, “Papá Noel a veces no se da cuenta que algunos regalos que deja son mejores que otros; no te preocupes, seguro el año que viene los reparte al revés”, o, la más absurda, algo sobre unos “husos horarios” y que “en china es de día y acá de noche” (¡ridículo!), eran réplicas que solo habían logrado confundir a Tomi y lo habían convencido que necesitaba encontrar la respuesta por sí mismo.

Había visto en televisión que Papá Noel vivía en el Polo Norte, pero no tenía idea de donde quedaba ese lugar (y no iba a volver a preguntar a sus padres al respecto); por lo que comenzó a indagar un poco más cerca: su escuela.
Uno de los últimos días de clases, antes de entrar en vacaciones de verano, Tomi se acercó a su maestra y la interrogó con su batería de preguntas sobre el chofer del trineo mágico. No hubo caso, su señorita le dio las mismas respuestas que sus padres. Refunfuñando, y dudando una conspiración padres/educadores para ocultar la verdad, salió del aula. En el pasillo lo esperaba Pedro Sarandí, el abusón del curso. Pedro era tan malvado como tonto (una combinación común y peligrosa) y disfrutaba haciéndole la vida imposible a los demás. Cuando Tomi se lo encontró, Pedro sonreía; cosa que pasaba solo en dos oportunidades: cuando veía su show favorito en televisión (nadie lo sabía, pero era “Las princesas de Amorlandia”, en el canal 4), y cuando iba a maltratar a alguien.
Hola, Tonti...

Tomi odiaba que lo llamaran así, por lo que, obviamente, Pedro no perdía oportunidad de nombrarlo de esa forma. Intentó pasar rápidamente por al lado del abusón, pero este lo agarró fuerte del brazo.
¿Así que tenes preguntas sobre Papá Noel, tonti?”, le preguntó Pedro. Seguía sonriendo.
Tomi intentó soltarse, pero sin fuerzas. Sabía que Pedro tramaba algo, pero su curiosidad fue más fuerte: “Sí, ¿por?”
Bueno, porque tengo algo para contarte”.
Teniendo en cuenta su maldad, y la magnitud de novedad, Pedro podría haber jugado más con la noticia; perturbando a Tomi. Pero no. Su cabeza no daba más que para el daño inmediato y poco elaborado. Por suerte.
Sin soltarle el brazo y acercando sus labios al oído de Tomi, Pedro susurró:
No existe. Papá Noel son los padres”.

La maestra salió corriendo del aula al escuchar los gritos y el llanto. En el pasillo se encontró con Tomi y Pedro. Tomi, desencajado, le gritaba a Pedro que parara de decir mentiras. Pedro, desde el suelo y con la cara y el uniforme llenos de sangre, solo atinaba a llorar y cubrirse la cara con las manos.
Tomi quedó castigado en la oficina de la directora hasta que llegara su madre a retirarlo. A Pedro lo pasaron a buscar antes y pasó la tarde viendo “Las princesas de Amorlandia”. No sonrió mucho. Le dolía la boca al hacerlo.

Mientras pasaba el tiempo, el fastidio de Tomi crecía. Concentrado en su enojo, no notó que otro chico castigado se había sentado al lado de él hasta que este le habló y le dijo:
Escuché tu charla con Pedro...
Tomi volvió a la realidad y lo miró serio. Los ojos apagados. Ya no tenía nada que perder.
¿Vos también vas a molestarme con eso?
No, no. Para nada. Solo quería decirte que es un maldito. Y que está equivocado”. Bajó la voz, miró para todos lados a ver si había alguien espiando (la directora chequeaba su facebook en la computadora del colegio y nos les prestaba un mínimo de atención), y le dijo: “Yo... yo vi a Papá Noel”.
Tomi se quedó helado. ¡Un testigo! Antes de que pudiera decir nada, el chico siguió hablando:
Por un par de navidades vino a casa. Luego, de la nada, dejó de aparecer”.
¿Y cómo es?”. El asombro inicial de Tomi dejaba paso a su curiosidad habitual.
Bueno, es parecido a cómo sale en la tele. Gordo, barbudo, vestido de rojo y blanco. Se parece un poco a mi tío Mario”, terminó su amigo, recordando perplejo.
¿Pudiste hablar con él?
No, no. No hablaba. Se reía fuerte mientras todos gritaban, tropezaba con los muebles, nos daba los regalos y desaparecía”.
¿Y decís que de una navidad a otra dejó de venir?”, preguntó Tomi.
Exacto. Bah, venir, venía, porque los regalos seguían llegando. Pero ya no aparecía a dárnoslos personalmente. Los dejaba en el árbol, como en todas las casas”.
¿Y cuándo fue eso?
Hace unos dos años. Más o menos desde que el tío Mario se fue a vivir al sur”.
Se produjo un silencio incómodo entre los dos. Tomi lo cortó rápidamente.
Mmm probablemente eso sea una coincidencia”.
Sí, sí, claro”. Se apresuró a decir su amigo.
¡Silencio!”, acotó la directora. Nadie daba “me gusta” a su última foto de perfil y estaba de mal humor.
Tomi quedó pensativo y esperanzado. “Así que lo vieron. O sea que si lo encuentro, puedo hablar con él”.

La vuelta a casa fue silenciosa e incómoda. El aire acondicionado del auto calmaba los calores de fin de año, y el clima dentro del coche. Su madre no se atrevió a decirle nada durante todo el viaje. Estaba en contra de que su hijo pelee; pero había sido para enfrentarse a un abusador, lo cual estaba bien. Por otro lado, la maestra le había contado el motivo de la pelea y no podía dejar de sentirse responsable. ¿Ya era hora de hablar con él? ¡Pero si es mi bebito aun! Un bebito que le tiró un diente al abusón del curso...

Tomi estaba decepcionado con su madre. Se había metido en problemas, pero sentía que no era su culpa. Lo habían forzado. Sus padres y su maestra, ocultando algo (estaba seguro de eso); y Pedro con sus estúpidas mentiras. ¡Solo quería que dejen de mentirle! Era obvio que Pedro iba a hacer lo que hizo; pero los demás, era algo que no podía comprender, que lo llenaba de curiosidad y (aunque esto no lo admitía) le daba un poco de miedo.

Noche buena fue un caos, como todos los años. Su familia corría de acá para allá colocando adornos, preparando comida y tratando de no matarse entre ellos. Tomi los veía pasar con distraída atención. Sentado en un costado del comedor, pensaba.
Disfrutaba de la festividad con el mismo fervor de sus contemporáneos, pero mientras que sus amigos se deleitaban con los fuegos artificiales, con la comida (que en cualquier otro momento el año hubiesen tirado al tacho de basura mientras reclamaban enérgicamente una hamburguesa con papas fritas), y con, por su supuesto, los regalos, a Tomi lo obsesionaba la mera existencia de Papá Noel.
Y, a diferencia de los años anteriores, esta vez tenía un plan.

Todos los años, luego de la cena, un pequeño caos acontecía en su hogar. Pasaba siempre de un momento a otro, sin darle tiempo a Tomi de reaccionar. O sus padres le deban estrellitas para salir a prender en el jardín, o su tío le preguntaba alguna cuestión aburrida: como si le gustaba alguna compañera o como le estaba yendo en la escuela. La gente iba y venía; como había hecho durante toda la velada, pero diferente. A Tomi le parecía extrañamente ensayado. De pronto, alguno de sus parientes gritaba: “¡Parece que ya pasó Papá Noel!”. Se asomaban a la sala de estar y el árbol aparecía decorado de regalos. Regalos que había que esperar hasta después de las 12 para abrir. Tomi nunca terminaba de desenmarañar que es lo que pasaba realmente, pero estaba seguro que Papá Noel aprovechaba ese tiempo de distracción para dejar los regalos.
Y lo iba a probar.

La abuela, amante del vino tinto y de las ocasiones para beberlo en abundancia, había tomado un poco de más y estaba subida a la mesa, gritando que Sandro una vez le había dado el zarandeo de su vida. El abuelo, sentado en su silla, se agarraba la cabeza. La tía, hermana de su mamá, le gritaba a su madre que por favor se bajara de la mesa, o que por lo menos dejara de hablar. Su papá, yerno de la señora en cuestión, seguía la historia de cerca mientras trataba de contener la risa. Y su mamá… no estaba por ningún lado.
Tomi no tenía idea de lo que era un zarandeo, ni le importaba. Era su oportunidad.

Se escabulló de la familia y avanzó sigilosamente del comedor a la sala de estar, donde la familia armaba el árbol todos los años.
Se escondió detrás del sillón, dispuesto a aguardar el tiempo que fuera necesario. Esta vez iba ver a Papá Noel de cerca, presenciar la puesta de los regalos, estudiar sus movimientos, y, si se animaba, presentarse respetuosamente e interrogarlo un poco. Estaba expectante, nervioso y un poco incómodo.
Pasaron pocos segundos cuando vio salir a su mamá de su habitación. Caminaba con agilidad, pero cuidando donde pisaba, y llevaba con ella una bolsa de color gris opaco. La bolsa era enorme y estaba llena. Se notaba por los bultos que sobresalían en todas direcciones.
Tomi contempló la escena por una fracción de segundo y, sin pensarlo, salió rápidamente de su escondite, gritando:
¡Ma!
Ella se dio vuelta a verlo; sorprendida y avergonzada, como si la hubieran atrapado haciendo algo que no debía. Tomi no le dio ni tiempo de reaccionar y la envolvió en un abrazo fuerte y tembloroso. Su madre hizo lo que pudo para poner la bolsa fuera del alcance y le devolvió el abrazo.
Tomi, ¿qué hacías escondido atrás del sillón?
La abuela se subió a la mesa, ¿sabías? Voy a ver si ya la bajaron”.
¿La abuela qué...?, preguntó la madre, confundida.
Su hijo no le dio tiempo a reaccionar. Respondió apurado:
Algo de un Sandro o algo así, no importa. Me voy. Si ves a Papá Noel, decile que lo quiero mucho”.
Y salió corriendo hacia el comedor.  

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