Subió al colectivo muerta de sueño y frío. La
cabeza le explotaba, llena de fórmulas y teorías. Su mente rogaba por horas de
sueño, intercambiadas por tiempo de estudio la noche anterior. Pidió pasaje
hasta su universidad, pagó el boleto y se sentó al lado de la ventanilla.
Necesitaba
calmarse. Su mente engranaba a miles de revoluciones por minuto, proyectando
alternativas. Era uno de los últimos exámenes y quería destacarse para poder
terminar la carrera con buenas notas y bien posicionada. Cinco años luego de
comenzar a estudiar en la universidad, aun recordaba la frase que le inculcaron
sus padres. Era un mantra que repetía incansablemente y que la había llevado
hacia adelante todo este tiempo: “Una vez que tengas una carrera, todo será
mejor. Se te van a abrir muchas puertas”.
Las
sienes le latían, la panza se le retorcía de los nervios. Tenía una hora de
viaje y consideraba que lo que había aprendido ya no iba a olvidarlo y no había
tiempo para realmente aprender nada nuevo. Se puso los auriculares, puso música
en shuffle, apoyó la cabeza contra el vidrio de la ventanilla (estaba muy frío
y eso lo volvió extrañamente real) y trató de calmar su cabeza.
Recordó
el día en que se anotó en la carrera. Licenciada en Economía. Sonaba tan
elegante. Tan lleno de futuro y estabilidad.
Recordaba
las noches de estudio. Los compañeros efímeros. Sentarse en la cafetería de la
universidad, en compañía de su calculadora científica, a tratar de resolver
ejercicios de estadística o matemática financiera; tratando de no distraerse
con las risas de los estudiantes de diseño, todos alrededor de una maqueta,
proyecto, o algún otro gastadero de tiempo y dinero. Los odiaba un poco. Odiaba
esa falta de preocupación. Pero, a su vez, se decía que en el futuro ella iba a
estar mucho mejor que esos pibes. Ya no era una nena; la hora de jugar había
terminado y ahora era tiempo de crecer.
Seguía
su viaje, mientras el mundo se disolvía a su alrededor. La música en sus
auriculares hablaba de desamores, de fiestas, de viajes, de vivir... pero ella
ya no la escuchaba. Pensaba en su pasado imaginando su futuro.
Empezó
a sacar buenas notas, a destacarse, a ser el orgullo de la familia. Consiguió
trabajo en una empresa soñada, puntera de todos los rankings sobre lugares
ideales para trabajar. Aun trabajaba ahí, ya en mandos medios y con personas a
cargo. Sus jefes la adoraban y, hasta donde ella creía, sus empleados querían
ser como ella. Ganaba un buen sueldo. Se mudó a un hermoso departamento. La ecuación
cerraba.
La
vida iba tal cual ella la había soñado. Pero, por alguna razón que los que
hacen planes a futuro nunca llegan a entender, no era feliz. Hizo exactamente
lo que sus padres habían dicho iba a traerle prosperidad y ella creía adecuado,
pero no se sentía próspera, sino exitosa en el campo equivocado.
Seguía
diciéndose que estaba haciendo lo correcto, pero ya no estaba tan segura. Por
la ventanilla veía la gente pasar, se preguntaba si los demás habían sentido
esto alguna vez. No recordaba nunca haber amado lo que hacía, solo los
resultados que eso le proporcionaba. “Como tener que caminar por mierda todo
el día, mientras el mundo te evalúa, para al final llegar a la recompensa”,
pensó. “Una y otra vez. Cada vez más mierda, cada vez más recompensas. Hasta
que pensás que la mierda es parte normal del día y las recompensas ya no
importan tanto”.
¿Acaso
no era eso vivir? ¿Ser un adulto? No lo sabía.
Amaba
su departamento; pero no tanto su oficina, donde pasaba la mayor parte del día.
Amaba liderar un equipo, pero no lo que les pedía que hicieran. Amaba su
sueldo, pero estaba dispuesta a sacrificar gran parte del mismo para que
parasen los dolores de panza y de cabeza.
Notó
que sabía esto desde hacía tiempo, pero que en ese momento, yendo a rendir uno
de sus últimos exámenes, se dejó admitirlo por primera vez: Odiaba su carrera.
No
culpaba a sus padres, sino a ella misma; a su falta de confianza, a su miedo a
lo desconocido y a sus deseos de no decepcionar a nadie salvo a ella misma.
Se
sintió horrible. Avergonzada, fatalmente deprimida y con la devastadora
realización de haber desperdiciado valiosísimo tiempo de su vida.
Salió
de su ensimismamiento. El vidrio ya no estaba frío. Al ver por la ventanilla
vio que se había pasado hacía rato de su parada. ¿Era esa la señal final que
estaba esperando? Se paró sonriendo, toco el timbre y bajó.
El
sol prometía calentar pronto la mañana y todo se sentía irrealmente perfecto.
Estaba asustada como nunca, pero liberada por primera vez desde esos veranos en
los que se tiraba en el jardín a dibujar hasta sus padres la llamaban adentro
cuando bajaba el sol. Empezó a caminar sin rumbo, dejando que el sol le bañe la
cara y el día la halague, mientras ella elegía su destino.
El
colectivero agarró un pozo e hizo que se golpeara la cabeza contra el frío
vidrio, despertándose. La música le llegó a la mente vía sus oídos, bañando sus
pensamientos y silenciando sus sueños. Músicos hiperfamosos seguían vertiendo
sus emociones, totalmente ajenos a las de ella.
Estaba
por llegar a la universidad.
Amagó
a incorporarse y volvió a sentarse. Una, dos veces. Finalmente se paró a las
apuradas y toco timbre en la parada de la universidad.
“Una
vez que tengas una carrera, todo será mejor. Se te van a abrir muchas puertas”
La
puerta del colectivo se abrió y ella se quedó ahí, parada sin saber qué hacer.
Recordó
sus pensamientos. Sus dudas. Su envidia a los estudiantes que hacían lo que
realmente querían.
Pensó
en su puesto, su casa, su sueldo. Sus padres.
¿Un
futuro perfectamente planeado? ¿O la incertidumbre de que todo pueda no salir
bien?
...
O sí.
Una
mano le tocó el hombro y al darse vuelta se encontró con una chica similar a
ella, pero más joven; probablemente empezando su carrera. Mientras apretaba un
montón de libros contra el pecho le sonrió con la inocencia y el hambre de los
aprendices, y le preguntó:
“¿Vas
a bajar?”
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