domingo, 6 de abril de 2014

El examen

  Subió al colectivo muerta de sueño y frío. La cabeza le explotaba, llena de fórmulas y teorías. Su mente rogaba por horas de sueño, intercambiadas por tiempo de estudio la noche anterior. Pidió pasaje hasta su universidad, pagó el boleto y se sentó al lado de la ventanilla.

  Necesitaba calmarse. Su mente engranaba a miles de revoluciones por minuto, proyectando alternativas. Era uno de los últimos exámenes y quería destacarse para poder terminar la carrera con buenas notas y bien posicionada. Cinco años luego de comenzar a estudiar en la universidad, aun recordaba la frase que le inculcaron sus padres. Era un mantra que repetía incansablemente y que la había llevado hacia adelante todo este tiempo: “Una vez que tengas una carrera, todo será mejor. Se te van a abrir muchas puertas”.
  Las sienes le latían, la panza se le retorcía de los nervios. Tenía una hora de viaje y consideraba que lo que había aprendido ya no iba a olvidarlo y no había tiempo para realmente aprender nada nuevo. Se puso los auriculares, puso música en shuffle, apoyó la cabeza contra el vidrio de la ventanilla (estaba muy frío y eso lo volvió extrañamente real) y trató de calmar su cabeza.

  No tuvo nada de suerte.


  Recordó el día en que se anotó en la carrera. Licenciada en Economía. Sonaba tan elegante. Tan lleno de futuro y estabilidad.
  Recordaba las noches de estudio. Los compañeros efímeros. Sentarse en la cafetería de la universidad, en compañía de su calculadora científica, a tratar de resolver ejercicios de estadística o matemática financiera; tratando de no distraerse con las risas de los estudiantes de diseño, todos alrededor de una maqueta, proyecto, o algún otro gastadero de tiempo y dinero. Los odiaba un poco. Odiaba esa falta de preocupación. Pero, a su vez, se decía que en el futuro ella iba a estar mucho mejor que esos pibes. Ya no era una nena; la hora de jugar había terminado y ahora era tiempo de crecer.

  Seguía su viaje, mientras el mundo se disolvía a su alrededor. La música en sus auriculares hablaba de desamores, de fiestas, de viajes, de vivir... pero ella ya no la escuchaba. Pensaba en su pasado imaginando su futuro.

  Empezó a sacar buenas notas, a destacarse, a ser el orgullo de la familia. Consiguió trabajo en una empresa soñada, puntera de todos los rankings sobre lugares ideales para trabajar. Aun trabajaba ahí, ya en mandos medios y con personas a cargo. Sus jefes la adoraban y, hasta donde ella creía, sus empleados querían ser como ella. Ganaba un buen sueldo. Se mudó a un hermoso departamento. La ecuación cerraba.
  La vida iba tal cual ella la había soñado. Pero, por alguna razón que los que hacen planes a futuro nunca llegan a entender, no era feliz. Hizo exactamente lo que sus padres habían dicho iba a traerle prosperidad y ella creía adecuado, pero no se sentía próspera, sino exitosa en el campo equivocado.
  Seguía diciéndose que estaba haciendo lo correcto, pero ya no estaba tan segura. Por la ventanilla veía la gente pasar, se preguntaba si los demás habían sentido esto alguna vez. No recordaba nunca haber amado lo que hacía, solo los resultados que eso le proporcionaba. “Como tener que caminar por mierda todo el día, mientras el mundo te evalúa, para al final llegar a la recompensa”, pensó. “Una y otra vez. Cada vez más mierda, cada vez más recompensas. Hasta que pensás que la mierda es parte normal del día y las recompensas ya no importan tanto”.
  ¿Acaso no era eso vivir? ¿Ser un adulto? No lo sabía.
  Amaba su departamento; pero no tanto su oficina, donde pasaba la mayor parte del día. Amaba liderar un equipo, pero no lo que les pedía que hicieran. Amaba su sueldo, pero estaba dispuesta a sacrificar gran parte del mismo para que parasen los dolores de panza y de cabeza.
     Notó que sabía esto desde hacía tiempo, pero que en ese momento, yendo a rendir uno de sus últimos exámenes, se dejó admitirlo por primera vez: Odiaba su carrera.
  No culpaba a sus padres, sino a ella misma; a su falta de confianza, a su miedo a lo desconocido y a sus deseos de no decepcionar a nadie salvo a ella misma.
  Se sintió horrible. Avergonzada, fatalmente deprimida y con la devastadora realización de haber desperdiciado valiosísimo tiempo de su vida.
  Salió de su ensimismamiento. El vidrio ya no estaba frío. Al ver por la ventanilla vio que se había pasado hacía rato de su parada. ¿Era esa la señal final que estaba esperando? Se paró sonriendo, toco el timbre y bajó.
  El sol prometía calentar pronto la mañana y todo se sentía irrealmente perfecto. Estaba asustada como nunca, pero liberada por primera vez desde esos veranos en los que se tiraba en el jardín a dibujar hasta sus padres la llamaban adentro cuando bajaba el sol. Empezó a caminar sin rumbo, dejando que el sol le bañe la cara y el día la halague, mientras ella elegía su destino.

  El colectivero agarró un pozo e hizo que se golpeara la cabeza contra el frío vidrio, despertándose. La música le llegó a la mente vía sus oídos, bañando sus pensamientos y silenciando sus sueños. Músicos hiperfamosos seguían vertiendo sus emociones, totalmente ajenos a las de ella.
  Estaba por llegar a la universidad.
  Amagó a incorporarse y volvió a sentarse. Una, dos veces. Finalmente se paró a las apuradas y toco timbre en la parada de la universidad.

  “Una vez que tengas una carrera, todo será mejor. Se te van a abrir muchas puertas

  La puerta del colectivo se abrió y ella se quedó ahí, parada sin saber qué hacer.
 Recordó sus pensamientos. Sus dudas. Su envidia a los estudiantes que hacían lo que realmente querían.
  Pensó en su puesto, su casa, su sueldo. Sus padres.
  ¿Un futuro perfectamente planeado? ¿O la incertidumbre de que todo pueda no salir bien?
  ... O sí.
  Una mano le tocó el hombro y al darse vuelta se encontró con una chica similar a ella, pero más joven; probablemente empezando su carrera. Mientras apretaba un montón de libros contra el pecho le sonrió con la inocencia y el hambre de los aprendices, y le preguntó:
  “¿Vas a bajar?”



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