lunes, 22 de junio de 2015

Conclusión Descabezada


(con las disculpas pertinentes al espíritu, la familia y los abogados del señor Augusto Monterroso)

Rolston entra al lujoso apartamento y enfila hacia las ventanas de la propiedad, midiendo a ojo si su gordo trasero, moldeado a imagen y semejanza de su caduca prosperidad, cabe por alguna de las aberturas. Las cabezas reducidas habían sido una bendición. Taylor había dado con la gallina de los huevos de oro en la espesura de la selva amazónica y juntos la habían matado de agotamiento. Al parecer, a todos los burgueses del mundo les interesaba tener un cráneo humano reducido en algún lugar de la casa, a modo de adorno. Las cabezas se terminaron, el dinero se acabó. Habría que volver a trabajar y no está dispuesto a arrastrarse entre empleaduchos de poca monta, luego de haber tocado el cielo financiero con las manos. Saltaría por la ventana. Unos segundos de vértigo y eso sería todo. Había tenido una buena vida.

Caminando hacia el vidriado destino, su vista tropieza con el paquete sobre la mesa del comedor. Es pequeño, forrado en papel madera y rodeado por un nudo de cuerda. Está cubierto de varios sellos postales, indicando que cruzó diversas fronteras hasta llegar a destino. Reconoce los sellos e inmediatamente sabe que hay dentro. La última de muchas. Toma el bulto y lo agita una sola vez, con cuidado, como intentando no perturbar su contenido. Un golpe sordo contra una pared interior y el crujido de papeles. Suelta un gemido y, juntando fuerzas, corta los cordones, rompe el papel y abre el paquete.

La cabeza de Mr. Taylor, su sobrino, lo mira desde dentro de una caja. Encogido y sonriendo, como disfrutando de la exquisita ironía de la situación. Debajo de la cabeza, dos sobres: uno grande, de papel madera, completamente liso; el otro, pequeño, blanco y rubricado “Mr. Eugene Ronston” en uno de los lados.

Rolston abre su sobre primero y encuentra una pequeña nota. Reconociendo la letra de su sobrino, lee:

Querido tío:
Lamento que todo terminara de esta manera. Deberíamos haber previsto que nuestra ambición nos llevaría a perder la cabeza. En mi caso, literalmente.
Disculpándome por ese pedestre chiste, le hago dos obsequios: a mí mismo (me considero un fino ornamento para su hogar) y el contenido del otro sobre. Este me fue entregado como pago por uno de nuestros mejores trabajos: la reducción del cráneo del cabezón del pueblo. El macrocéfalo aborigen poseía una mollera de tal magnitud que daba sombra a los niños del pueblo durante los meses estivales. Fue una titánica tarea, realmente.
Quitándome el sombrero, y el resto del cuerpo, lo despido con afecto,
Percy Taylor

Rolston dedica una fracción de segundo a despedirse de su pariente y abre el segundo sobre. Se encuentra con varias hojas llenas de rayas y garabatos, que reconoce como notas musicales sobre un pentagrama. Los folios parecen antiguos: el papel es amarillento y quebradizo. No tiene idea de que tiene entre manos, pero conoce a alguien que puede ayudarlo.

lunes, 1 de junio de 2015

El reloj de la estación

El alto ejecutivo mira por la enorme ventana hacía el hormigueo debajo. Observa a la gente correr a las formaciones, controla a los guardas, chequea que las filas de las boleterías avancen fluidamente. Su oficina es suntuosa y moderna: el vidrio y los cromados resaltan en los muebles, y una valiosa alfombra persa desentona en el piso. Tres de las paredes están casi cubiertas de diplomas, galardones y réplicas de cuadros famosos de distintos estilos y períodos. En ninguno hay trenes. La cuarta pared está hecha de plexiglás y ofrece, desde un segundo piso, una vista panorámica de la estación terminal del ferrocarril que el dueño de la oficina administra. 

En el recorrido visual se detiene en el enorme reloj que llena una de las paredes de la estación. Pesadas agujas negras sobre un descascarado fondo claro, controlan el tiempo desde que la estación se inauguró, mucho antes de que llegaran los modernos trenes y las innovadoras técnicas de gerenciamiento. El hombre observa el avejentado artilugio por un momento, hasta que una de las manos metálicas se mueve un casillero con un sobresalto corto. Saca su celular del bolsillo, chequea algo rápidamente y vuelve a guardarlo. 

“Vicky, ¿qué hora es?”, pregunta, sin darse vuelta, a su secretaria, que en ese momento entra con una bandeja.

“Las diez, señor. ¿No?”, responde Vicky, un dejo de preocupación en la voz. Su computadora le avisó que era hora del desayuno de su jefe y ni se había molestado en chequear si el aviso era correcto.

“Puta madre, lo hizo de nuevo”, susurra el empresario, aun mirando por la ventana.