El alto ejecutivo
mira por la enorme ventana hacía el hormigueo debajo. Observa a la gente correr
a las formaciones, controla a los guardas, chequea que las filas de las
boleterías avancen fluidamente. Su oficina es suntuosa y moderna: el vidrio y
los cromados resaltan en los muebles, y una valiosa alfombra persa desentona en
el piso. Tres de las paredes están casi cubiertas de diplomas, galardones y
réplicas de cuadros famosos de distintos estilos y períodos. En ninguno hay
trenes. La cuarta pared está hecha de plexiglás y ofrece, desde un segundo
piso, una vista panorámica de la estación terminal del ferrocarril que el dueño
de la oficina administra.
En el recorrido
visual se detiene en el enorme reloj que llena una de las paredes de la
estación. Pesadas agujas negras sobre un descascarado fondo claro, controlan el
tiempo desde que la estación se inauguró, mucho antes de que llegaran los
modernos trenes y las innovadoras técnicas de gerenciamiento. El hombre observa
el avejentado artilugio por un momento, hasta que una de las manos metálicas se
mueve un casillero con un sobresalto corto. Saca su celular del bolsillo,
chequea algo rápidamente y vuelve a guardarlo.
“Vicky, ¿qué hora es?”,
pregunta, sin darse vuelta, a su secretaria, que en ese momento entra con una
bandeja.
“Las diez, señor. ¿No?”,
responde Vicky, un dejo de preocupación en la voz. Su computadora le avisó que
era hora del desayuno de su jefe y ni se había molestado en chequear si el
aviso era correcto.
“Puta madre, lo hizo de
nuevo”, susurra el empresario, aun mirando por la ventana.
“¿Perdón?”, dice la
secretaría. En parte porque no había escuchado, en parte disculpándose por si
acaso.
“El pibe de
mantenimiento. Volvió a atrasar el reloj”.
En ese momento, el
reloj de la estación marcaba 9:45.
“Tal vez el reloj ya no
anda del todo bien, señor”
“Al contrario, hace
unos meses nos dieron un premio por tener uno de los relojes antiguos mejor
conservados del país”, responde, hinchado de orgullo, mirando la placa que
adorna su oficina junto a otros reconocimientos en los que él tampoco tuvo nada
que ver. “Luego, de un día para otro, el reloj empezó a atrasar. No mucho, unos
minutos. Llamé al tipo de mantenimiento, hablamos, lo puso en hora. A los días,
otra vez. Le consulté si había algún problema técnico, si necesitaba comprar
repuestos, lo que fuese necesario, pero me respondió con evasivas y ese día el
reloj volvió a funcionar a horario. A la semana, otro atraso. Claramente es
adrede. Lo cual es extraño, el tipo es el mejor en lo suyo. Su familia trabajó
en ese reloj por generaciones…”, dice, mientras su voz se va apagando; se mete
dentro de él, tal vez a revelarle una teoría que no se anima a pronunciar en
voz alta.
La secretaria comenta
algo, pero no la escucha. En ese momento, el tren de las 10:01 entra en la estación. ¿O es el de las 9:46? Mirando fijo al aparato, el hombre murmura:
“¿Qué busca?”
“¿Disculpe?”, consulta
Vicky.
“Nada. Dos de azúcar,
por favor”.
* * *
Había crecido entre los
engranajes, aprendiendo a esquivar la mordedura metálica al mismo tiempo que a
caminar. Su padre se dividía entre los cuidados mecánicos al antiguo reloj de
la estación y la crianza solitaria de su hijo que, antes de cumplir los cinco
años, ya podía recorrer el corazón articulado del cronometro con los ojos
cerrados.
Desde una pequeña
ventana disimulada en su improvisado hogar, observaba a las personas moverse
debajo. La estación era su patio de juegos. Solía bajar y pasear entre la gente,
deteniéndose a mirar el reloj, fantaseando poder verse a él mismo ahí arriba,
observándose.
Al morir su padre, el
arreglo del colosal mecanismo requirió toda su atención y pasó de hobby a empleo.
Recientemente acostumbrado a cuidar moribundos, agradeció al universo la
posibilidad de resarcirse y no se apartó de su lado. Ya no tenía tiempo de
bajar a pasear entre los viajeros.
Su esfuerzo dio frutos:
el reloj comenzó a funcionar mejor que nunca. Tanto que el “Club de amigos de
Tic-Tac” (comúnmente confundidos con amantes de los caramelitos de menta)
otorgó un reconocimiento por su trabajo. Relegado a una de las últimas filas de
la ceremonia, vio al director del ferrocarril recibir la condecoración. Deseó
que su padre fuera el premiado. Él, que lo había criado y le había enseñado el
oficio que conservaba con vida a ese mastodonte capaz de mover el tiempo y de
llevarse todo por delante.
Levantó la cabeza y miró
hacia el reloj. La pesada aguja negra dio un brinco y dejó al descubierto la
ventana por la que solía asomarse tantos años atrás. Esta se abrió de pronto y
un niño asomó la cabeza. El pequeño se buscó a sí mismo en la multitud y al
encontrarse sonrió, diciéndose con los ojos lo que tenía que hacer.
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