Rolston
entra al lujoso apartamento y enfila hacia las ventanas de la propiedad,
midiendo a ojo si su gordo trasero, moldeado a imagen y semejanza de su caduca
prosperidad, cabe por alguna de las aberturas. Las cabezas reducidas habían
sido una bendición. Taylor había dado con la gallina de los huevos de oro en la
espesura de la selva amazónica y juntos la habían matado de agotamiento. Al
parecer, a todos los burgueses del mundo les interesaba tener un cráneo humano
reducido en algún lugar de la casa, a modo de adorno. Las cabezas se terminaron,
el dinero se acabó. Habría que volver a trabajar y no está dispuesto a arrastrarse
entre empleaduchos de poca monta, luego de haber tocado el cielo financiero con
las manos. Saltaría por la ventana. Unos segundos de vértigo y eso sería todo.
Había tenido una buena vida.
Caminando
hacia el vidriado destino, su vista tropieza con el paquete sobre la mesa del
comedor. Es pequeño, forrado en papel madera y rodeado por un nudo de cuerda. Está
cubierto de varios sellos postales, indicando que cruzó diversas fronteras hasta
llegar a destino. Reconoce los sellos e inmediatamente sabe que hay dentro. La
última de muchas. Toma el bulto y lo agita una sola vez, con cuidado, como
intentando no perturbar su contenido. Un golpe sordo contra una pared interior
y el crujido de papeles. Suelta un gemido y, juntando fuerzas, corta los
cordones, rompe el papel y abre el paquete.
La
cabeza de Mr. Taylor, su sobrino, lo mira desde dentro de una caja. Encogido y
sonriendo, como disfrutando de la exquisita ironía de la situación. Debajo de
la cabeza, dos sobres: uno grande, de papel madera, completamente liso; el
otro, pequeño, blanco y rubricado “Mr. Eugene Ronston” en uno de los lados.
Rolston
abre su sobre primero y encuentra una pequeña nota. Reconociendo la letra de su
sobrino, lee:
Querido tío:
Lamento que todo terminara
de esta manera. Deberíamos haber previsto que nuestra ambición nos llevaría a
perder la cabeza. En mi caso, literalmente.
Disculpándome por ese
pedestre chiste, le hago dos obsequios: a mí mismo (me considero un fino
ornamento para su hogar) y el contenido del otro sobre. Este me fue entregado
como pago por uno de nuestros mejores trabajos: la reducción del cráneo del
cabezón del pueblo. El macrocéfalo aborigen poseía una mollera de tal magnitud
que daba sombra a los niños del pueblo durante los meses estivales. Fue una
titánica tarea, realmente.
Quitándome el sombrero,
y el resto del cuerpo, lo despido con afecto,
Percy Taylor
Rolston
dedica una fracción de segundo a despedirse de su pariente y abre el segundo
sobre. Se encuentra con varias hojas llenas de rayas y garabatos, que reconoce
como notas musicales sobre un pentagrama. Los folios parecen antiguos: el papel
es amarillento y quebradizo. No tiene idea de que tiene entre manos, pero
conoce a alguien que puede ayudarlo.
El
escaparate reza: “Redhill antigüedades”, pero el comercio de la West 74th
Street es más que eso. August Redhill es un anciano pequeño, regordete y pelón;
con anteojos que parecen más un adorno para el puente de su nariz, que una
ayuda a su vista. Alardea que es capaz de tasar todo lo que se le ponga sobre
el viejo mostrador de vidrio, donde expone los más diversos objetos: desde un dudoso
pedazo de la Santa Cruz, hasta un par de calzoncillos de Elvis. El hábil
comerciante tiene de todo en su pequeña tienda de empeños y lo que no tiene, lo
consigue. Es competente e inescrupuloso, pero debajo de esa pátina turbia que
lo ayuda a sobrevivir en su profesión, se esconde un hombre sensible, amante de
la belleza artística. Una belleza muy diferente a la que aprecia Rolston, que
considera que la perfección es directamente proporcional al tamaño de corpiño.
—A ver que tenemos aquí
-dice Redhill, tomando las hojas. Las mira por arriba, aburrido, listo para valuarlas
automáticamente. Rolston solía traerle chucherías sin valor antes de llenarse
de dinero y debía estar en la mala nuevamente. De un momento a otro, su
expresión de hastío cambia. Se sube los anteojos y vuelve a mirar, serio. Lleva
los papeles al piano, los acomoda en el
atril y toca algunos fragmentos. La melodía suena bella y armoniosa, hasta que
de pronto se llena de disonancias. Rolston nota que es porque el tendero no puede
parar de temblar.
—Dios
mío…-susurra Redhill, fascinado- …die Unvollendete.
Se
vuelve a mirar a su cliente, regresando a la habitación desde muy lejos. Sonriendo
le dice:
—Estimado Rolston, si
mis viejos oídos no me engañan, estamos en presencia de los últimos dos
movimientos de la sinfonía en Si menor D 759, del maestro Franz Schubert.
Movimientos que se consideraban hipotéticos, bautizando ellos a los existentes
como “sinfonía inconclusa”.
Los
ojos de Redhill brillan, reproduciendo en su mente la pieza musical.
—Imagine una sonata,
vientos y cuerdas entrando con la belleza sutil de una pareja de faunos jugueteando
en los jardines del panteón. La vibración gentil otorga una falsa sensación de
calma y equilibrio. Pero algo siniestro flota en el fondo, creciendo, hasta
que, de repente… nada. Silencio. La música reaparece, suave, los faunos danzan,
confiados… pero ¡cuidado!...-Redhill salta del sillín del piano, poseído-… bramidos
armónicos sorprenden, como si fuesen poderosos dioses olímpicos atrapando in fraganti a las criaturas inferiores que
retozan en sus tierras. La reprimenda es atroz…”
Rolston
trata de seguir la explicación, pero su mente lo lleva por terrenos más
conocidos e interesantes: ¿cuánto dinero se podrá sacar de esos papeles? Mucho,
probablemente. Toma las hojas del piano y las revisa de cerca: para él solo son
cientos de hormigas de tinta, acomodadas de forma caprichosa, sin orden
aparente.
—¿Y se creía que la
había dejado sin terminar? –pregunta, acercando a la obra sus ojos miopes.
—Exacto. Los
historiadores suponían que dejó de escribirla al enterarse que tenía sífilis.
—Ajjj -exclama Rolston,
soltando las hojas. Redhill las levanta con rapidez y extrema precaución.
—¡Tenga cuidado,
filisteo! -lo recrimina-. Si esto es lo que pensamos, seremos inmensamente
famosos.
A
Rolston no le gusta el plural de la frase, y cambiaría el “famosos” por “rico”,
pero decide callar hasta utilizar los conocimientos del viejo para su
beneficio.
—Respecto a eso, hipotéticamente,
¿cuánto cree que vale una obra como esta?
—¡Es invaluable, mi
amigo! -declara Redhill- ¿Ya
pensó en museos? Imagino que la gente del Lincoln Center aceptaría el documento
con éxtasis y el MET siempre está abierto a ampliar sus colecciones. Diablos,
¡vendrían a ver el ejemplar desde Viena, Berlín, París!- el mercader sueña,
ajeno a los cálculos maquinados a su lado.
—Sí, no, está bien; me
refiero a si uno quisiera venderla, ¿cuánto dinero podría sacar?
Redhill
nota que es la primera vez que no se atreve a ponerle precio a algo. Siente que
sería irrespetuoso hacerlo. Esto no son las guitarras usadas, joyas heredadas y
armas presuntamente encontradas con las que comercia habitualmente. Esto es
realmente valioso. También advierte, finalmente, que Rolston no está dispuesto
a donar nada.
—Escuche, Rolston, no
tengo idea de cuánto dinero le daría vender algo así. Este tipo de obra le
pertenece a la posteridad. ¡Por favor, no prive al mundo de disfrutar de esta
pieza para que un millonario ignorante la esconda en su caja fuerte!
—Redhill, me importa un
bledo la posteridad. Si no quiere tasarla usted, voy a encontrar fácilmente a
alguien que lo haga. Que el millonario la guarde en su caja fuerte, o haga que
su mayordomo músico la toque para él, no me interesa. Voy a pedir tanto dinero
por estos papeluchos (al escuchar “papeluchos” el comerciante se encoge como si
lo hubiesen golpeado en el estómago) que el tipo que los compre segurísimo va a
tener un mayordomo músico, una ama de llaves que le cepille los dientes y un
jardinero que le cuente cuentos antes de dormir.
—¡Por favor, Rolston,
recapacite!
La
discusión se prolonga, sin aparente fin. Uno abogando por el acceso universal al
arte, el otro por construirse un jacuzzi de oro sólido. Ambos defienden sus
argumentos tan acaloradamente que no escuchan la campanilla de la puerta, ni notan
la entrada del hombre. Este mira nervioso alrededor, buscando cámaras que pudiesen
llegar a inmortalizarlo en el sistema judicial.
Al no encontrarlas, sacando una pistola de la cintura del pantalón,
anuncia con voz temblorosa:
—Esto es un asalto.
—Sí, ya estoy con usted
-le responde Redhill, aun metido en el ardor de la discusión. Sigue debatiendo,
pero nota que Rolston ya no lo mira, y que palidece considerablemente. Siguiendo
la mirada, el tendero se encuentra con un hombre que los apunta con un arma. Lo
mira con incredulidad, un poco molesto por haber sido interrumpido. Baja la vista
y exclama:
—¿No le vendí yo esa
pistola?
—¡Silencio! -chilla el
asaltante. Se lo nota nervioso, poco experimentado y, por sobre todo,
impredecible-. Abra la caja.
—Mi querido amigo -le
responde Redhill con calma- imagino que la vida lo tiene bastante acostumbrado
a las decepciones; lo cual es bueno, porque está a punto de llevarse una enorme.
Abre
la caja y dentro solo hay un puñado de billetes. El asaltante mete el dinero en
un bolso. Corre la puerta de vidrio de un escaparate y saca celulares y cámaras
de fotos usadas. Trata de extraer las cosas con cuidado, tratando de no romper
nada. Redhill, acostumbrado a los robos, aprecia el gesto.
—¿Qué más tiene? -pregunta
el ladrón.
—Nada más -responde Redhill
con tono de “te lo dije-. La vida del comerciante es ingrata en esta ciudad.
El
ladrón vacila, es fácil notar que es novato en este tipo de tareas. Está por
darse por vencido y huir, cuando nota que el dueño de la tienda y su visitante
están tratando de cubrir algo con sus cuerpos.
—¿Qué tienen ahí?
—¡Nada! -gritan ambos al
unísono; con falsedad suficiente como para despertar un nivel de curiosidad que mataría decenas de gatos.
El
asaltante, usando el poderoso poder de persuasión de su 9 milímetros, convence
a Rolston que le entregue las antiguas partituras. Finge estudiarlas con
atención, hasta que Redhill le dice:
—Las está viendo al
revés.
El
codazo a los riñones que le da Rolston le duele menos que la falta de respeto a
la obra de arte.
El
ladrón los mira totalmente avergonzado.
—Es una de esas hojas de
música, ¿no?
—Una partitura, sí -responde
Redhill.
—Insignificante y poco
valiosa -agrega rápidamente Rolston.
El
tendero y el cliente confían en que la apabullante falta de conocimientos sobre
el tema disuada al criminal de llevarse la pieza, pero este mete las hojas en
el bolso y echa a correr hacia la salida.
—Espere, amigo… -le pide
Redhill. El maleante frena al llegar a la puerta y se da vuelta -… ¿para qué las
quiere?
—Mi hija estudia violín
-responde; los ojos brillantes, llenos de orgullo-. Tal vez le sirva para
practicar, o algo así –termina, perdiéndose en las calles de Manhattan.
—¡Que se las muestre al
profesor! -grita Redhill.
La
campanilla sobre la puerta deja de sonar y ahí se quedan ambos: uno en un mundo
más pobre; el otro, paradójicamente, en uno más rico. El vendedor sonríe.
Rolston lo mira con homicidio en los ojos. Le tiembla un párpado.
—Espero que el profesor
de violín se dé cuenta de lo que tiene en sus manos. O que la hija de ese pobre
muchacho sea lo suficientemente ducha para interpretar la pieza con la destreza
necesaria -dice Redhill. Suspira, como terminando un día particularmente largo,
y agrega:
—Necesito
un trago.
Rolston
visualiza su fortuna esfumándose, “Antigüedades Redhill” quemándose hasta los
cimientos y su dueño, junto con el ladrón, en el medio de las llamas. Fuerza su
mejor sonrisa y dice:
—¿Quiere venir conmigo?
Tengo un bar aceptable y una hermosa vista desde las ventanas de mi apartamento.
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