martes, 27 de octubre de 2015

FURGONIA, un aguafuerte bonaerense

Las paredes entramadas y el techo de tejas de las boleterías, en armonía con el aire fresco del bosque de eucaliptos que bordeaba el lugar, me transportaban cada mañana a una idílica estación de tren en la campiña europea. Al menos hasta que la voz en el crepitante altoparlante, anunciando la habitual demora, me devolvía a la realidad de un cachetazo. Demora se traducía en presentismo en juego, que a su vez significaba viajar sí o sí en el próximo tren. Llegase como llegase.

El tren arribaba a Santos Lugares como una dama llega a una fiesta: tarde e indiferente de lo que sucede a su alrededor. Se detenía con displicencia, echando una mezcla de queja y bufido; y ahí me encontraba la mayoría de las mañanas: frente a un monstruo artrítico, sin lugar para un alfiler y atestado de seres macerando fastidio. En esas jornadas uno arriesgaba la vida: ya sea viajando en los estribos de un vagón destartalado, sobre vías viejas y poco confiables, o expuesto a que un pasajero con un día complicado por delante te saque la cabeza de un mordisco. Eran momentos difíciles, pero los aventureros y sabios teníamos un pequeño secreto.

En los extremos de la formación, se encontraba un lugar donde el resto del tren no existía; un espacio con sus propios personajes, costumbres y reglas…

Furgonia.

viernes, 9 de octubre de 2015

El ruego

Estimado señor,

Permítame recuperar mi vida, no merezco tal castigo.

            Desde que recibí su carta vivo en estado de alteración. Ese día, aun perturbado por los dilemas que me alejaron de su hermana, leía poesía sobre temblorosos delirios a causa de amores perdidos, cuando escuché el golpe en la puerta. Abrí y no encontré a nadie más que a la desgracia, que entró junto con el sobre que encontré en el suelo. Al leer las últimas líneas, esas donde usted se situaba fuera de mi hogar, dispuesto a llevar a cabo su implacable venganza, corrí a la ventana, pero no pude ver más que mi rosado reflejo en el vidrio.  No fue sino hasta después de sendas tazas de té de tilo y, lo admito, algunos calmantes, que logré tranquilizarme y sospechar que sólo había sido una treta para amedrentarme.

            Supuse que el tema quedaría ahí, en un merecido susto, pero en ese momento comenzó su acoso; el más aterrador de todos: el invisible. Un acecho en el que jamás pude verlo.