Las
paredes entramadas y el techo de tejas de las boleterías, en armonía con el
aire fresco del bosque de eucaliptos que bordeaba el lugar, me transportaban cada
mañana a una idílica estación de tren en la campiña europea. Al menos hasta que
la voz en el crepitante altoparlante, anunciando la habitual demora, me devolvía
a la realidad de un cachetazo. Demora se traducía en presentismo en juego, que
a su vez significaba viajar sí o sí en el próximo tren. Llegase como llegase.
El
tren arribaba a Santos Lugares como una dama llega a una fiesta: tarde e
indiferente de lo que sucede a su alrededor. Se detenía con displicencia,
echando una mezcla de queja y bufido; y ahí me encontraba la mayoría de las
mañanas: frente a un monstruo artrítico, sin lugar para un alfiler y atestado
de seres macerando fastidio. En esas jornadas uno arriesgaba la vida: ya sea
viajando en los estribos de un vagón destartalado, sobre vías viejas y poco
confiables, o expuesto a que un pasajero con un día complicado por delante te
saque la cabeza de un mordisco. Eran momentos difíciles, pero los aventureros y
sabios teníamos un pequeño secreto.
En
los extremos de la formación, se encontraba un lugar donde el resto del tren no
existía; un espacio con sus propios personajes, costumbres y reglas…
Furgonia.