viernes, 9 de octubre de 2015

El ruego

Estimado señor,

Permítame recuperar mi vida, no merezco tal castigo.

            Desde que recibí su carta vivo en estado de alteración. Ese día, aun perturbado por los dilemas que me alejaron de su hermana, leía poesía sobre temblorosos delirios a causa de amores perdidos, cuando escuché el golpe en la puerta. Abrí y no encontré a nadie más que a la desgracia, que entró junto con el sobre que encontré en el suelo. Al leer las últimas líneas, esas donde usted se situaba fuera de mi hogar, dispuesto a llevar a cabo su implacable venganza, corrí a la ventana, pero no pude ver más que mi rosado reflejo en el vidrio.  No fue sino hasta después de sendas tazas de té de tilo y, lo admito, algunos calmantes, que logré tranquilizarme y sospechar que sólo había sido una treta para amedrentarme.

            Supuse que el tema quedaría ahí, en un merecido susto, pero en ese momento comenzó su acoso; el más aterrador de todos: el invisible. Un acecho en el que jamás pude verlo.


No crea que no noté su presencia en varias oportunidades, no soy tonto. Sé que era usted por quien me sentí observado cuando el colectivo se detuvo en ese semáforo. El que dejó el ascensor abierto en mi piso por  la noche, dándome a entender su visita y perturbando mi descanso. Estoy seguro que sus profanos planes lo llevaron a aflojar esa baldosa que me mandó violentamente al suelo el otro día. Y sin duda alguna, el viaje de mi médico a un congreso, cancelando nuestra cita semanal, tiene que ver con usted y una impía maniobra para interferir en mi tratamiento.

Desesperado, esperando acabar con su perseverante acoso, fui a pedir la intervención de su hermana, a fin de lograr una tregua que me permitiera continuar con mi vida. Un aroma a santidad invadió mi yermo pecho apenas ella cruzó el umbral; verla tan bella y serena me alteró en tal medida que casi olvido el motivo de mi visita. Recobrando en parte la compostura, hice referencia a sus amenazas. Se sorprendió al escuchar mis súplicas y me mencionó que no tenía un hermano. Traté de mostrarle su carta, pero no pude encontrarla en ninguno de mis bolsillos. En ese momento recordé mi viaje hasta allí y comprendí que probablemente usted se valió del congestionado transporte público para acercarse y tomarla, amparado en el hecho de que no conozco su rostro. Comencé a temblar sin control al pensar que pasó por mi lado, y que lo único que le impidió matarme fue prolongar esta tortura. Tortura de la que su hermana parece ser cómplice, negando su existencia, jugando con mi ansiedad. En un rapto de impotencia la insulté y me alejé corriendo. Esa noche y las siguientes hasta hoy, la posibilidad de que le hubiese referido lo grosero de mi actitud me mantuvo despierto, preso del terror, esperando su visita.

Señor, le ruego desista con sus perversas técnicas de terrorismo psicológico, que me dé la oportunidad de disculparme, de mostrarle mi arrepentimiento por mis cobardes acciones. Deje que la culpa lacerante sea venganza suficiente. ¡Desaparezca, maldito! ¡Cese de castigar mi mente!

No hay comentarios:

Publicar un comentario