Estimado
señor,
Permítame
recuperar mi vida, no merezco tal castigo.
Desde que recibí su carta vivo en
estado de alteración. Ese día, aun perturbado por los dilemas que me alejaron
de su hermana, leía poesía sobre temblorosos delirios a causa de amores
perdidos, cuando escuché el golpe en la puerta. Abrí y no encontré a nadie más
que a la desgracia, que entró junto con el sobre que encontré en el suelo. Al
leer las últimas líneas, esas donde usted se situaba fuera de mi hogar,
dispuesto a llevar a cabo su implacable venganza, corrí a la ventana, pero no
pude ver más que mi rosado reflejo en el vidrio. No fue sino hasta después de sendas tazas de
té de tilo y, lo admito, algunos calmantes, que logré tranquilizarme y sospechar
que sólo había sido una treta para amedrentarme.
Supuse que el tema quedaría ahí, en
un merecido susto, pero en ese momento comenzó su acoso; el más aterrador de
todos: el invisible. Un acecho en el que jamás pude verlo.
No
crea que no noté su presencia en varias oportunidades, no soy tonto. Sé que era
usted por quien me sentí observado cuando el colectivo se detuvo en ese
semáforo. El que dejó el ascensor abierto en mi piso por la
noche, dándome a entender su visita y perturbando mi descanso. Estoy seguro que
sus profanos planes lo llevaron a aflojar esa baldosa que me mandó
violentamente al suelo el otro día. Y sin duda alguna, el viaje de mi médico a
un congreso, cancelando nuestra cita semanal, tiene que ver con usted y una
impía maniobra para interferir en mi tratamiento.
Desesperado,
esperando acabar con su perseverante acoso, fui a pedir la intervención de su
hermana, a fin de lograr una tregua que me permitiera continuar con mi vida. Un
aroma a santidad invadió mi yermo pecho apenas ella cruzó el umbral; verla tan
bella y serena me alteró en tal medida que casi olvido el motivo de mi visita.
Recobrando en parte la compostura, hice referencia a sus amenazas. Se
sorprendió al escuchar mis súplicas y me mencionó que no tenía un hermano.
Traté de mostrarle su carta, pero no pude encontrarla en ninguno de mis
bolsillos. En ese momento recordé mi viaje hasta allí y comprendí que
probablemente usted se valió del congestionado transporte público para acercarse
y tomarla, amparado en el hecho de que no conozco su rostro. Comencé a temblar sin
control al pensar que pasó por mi lado, y que lo único que le impidió matarme
fue prolongar esta tortura. Tortura de la que su hermana parece ser cómplice,
negando su existencia, jugando con mi ansiedad. En un rapto de impotencia la
insulté y me alejé corriendo. Esa noche y las siguientes hasta hoy, la posibilidad de que le hubiese
referido lo grosero de mi actitud me mantuvo despierto, preso del terror, esperando
su visita.
Señor,
le ruego desista con sus perversas técnicas de terrorismo psicológico, que me
dé la oportunidad de disculparme, de mostrarle mi arrepentimiento por mis
cobardes acciones. Deje que la culpa lacerante sea venganza suficiente.
¡Desaparezca, maldito! ¡Cese de castigar mi mente!
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