Las
paredes entramadas y el techo de tejas de las boleterías, en armonía con el
aire fresco del bosque de eucaliptos que bordeaba el lugar, me transportaban cada
mañana a una idílica estación de tren en la campiña europea. Al menos hasta que
la voz en el crepitante altoparlante, anunciando la habitual demora, me devolvía
a la realidad de un cachetazo. Demora se traducía en presentismo en juego, que
a su vez significaba viajar sí o sí en el próximo tren. Llegase como llegase.
El
tren arribaba a Santos Lugares como una dama llega a una fiesta: tarde e
indiferente de lo que sucede a su alrededor. Se detenía con displicencia,
echando una mezcla de queja y bufido; y ahí me encontraba la mayoría de las
mañanas: frente a un monstruo artrítico, sin lugar para un alfiler y atestado
de seres macerando fastidio. En esas jornadas uno arriesgaba la vida: ya sea
viajando en los estribos de un vagón destartalado, sobre vías viejas y poco
confiables, o expuesto a que un pasajero con un día complicado por delante te
saque la cabeza de un mordisco. Eran momentos difíciles, pero los aventureros y
sabios teníamos un pequeño secreto.
En
los extremos de la formación, se encontraba un lugar donde el resto del tren no
existía; un espacio con sus propios personajes, costumbres y reglas…
Furgonia.
Así
bautizamos con mi hermano a los furgones del ferrocarril San Martín, que nos
llevaron a ambos al trabajo, casi sin sobresaltos, durante años de furias y
retrasos. Herrumbrados vagones con pisos de chapa anti-desliz, sin asientos y
con ganchos sobre las paredes para colgar bicicletas. Luces rotas y sólo un pequeño
ojo de buey a cada lado eran insuficientes para sacar a la geometría metálica
de la penumbra, por lo que las pesadas puertas corredizas siempre estaban
abiertas, a fin de recibir aire y luz.
En
Furgonia, los hombres eran recios y sencillos; las historias brutales, las
risas estridentes y los modales sinceros. Barbas, ojos inyectados y gorras por
doquier. Los colores futboleros, variados y rivales, presagiaban guerras por el
honor del blasón, pero en alguna especie de mudo pacto, la convivencia
prevalecía por sobre los cambiantes resultados de los fines de semana.
Las
mujeres escaseaban. Las pocas que se animaban a subir, obligadas por el
insuficiente lugar en el resto del tren, lo hacían con miedo, amedrentadas por el
tosco aspecto de los lugareños y el almizcle del esfuerzo y la carencia; pero,
salvo por algunas miradas lascivas, casi inevitables en una trágica crianza, el
trato era cordial y silencioso. Hasta asustadizo, se diría. Se generaban
espacios inmediatamente y la fémina en cuestión viajaba sin ser molestada.
El
clima era duro. Inviernos de vientos lacerantes se colaban por las puertas y eran
combatidos con rondas de mates escaldados. Los veranos se absorbían en la
aleación y la falta de refrigerio artificial obligaba a consumir bebidas
frescas no siempre saludables.
Las
bicicletas tenían prioridad, incluso más que las personas. Pese al paso del
tiempo, se recordaba el verdadero propósito del sitio y cada vez que una montura
se encaramaba en la puerta era obligación dejar paso y lugar, ya sea un moderno
modelo de montaña o el gastado auxilio de un pobre afilador.
La
música, popular y a todo volumen (los auriculares no existían en Furgonia),
parecía contagiar de alegría a los demás y ayudarlos a encarar el comienzo de
la jornada. Los naipes aparecían por arte de magia. Sostenidos incómodamente,
entre manos o baldes puestos de cabeza, realizaban sumas buenas y trucos, en
juegos autóctonos y queridos. La moda del póker no llegaba aún a esos confines.
Afortunadamente, ya que el europeo juego de cartas es extremadamente aburrido
sin dinero de por medio y si llegaba a apostarse un centavo en Furgonia era
factible que todo terminara a los tiros.
El
equilibrio, aunque real, era frágil (después de todo, en cada pequeño reino hay
criaturas ávidas de poder), pero todos estaban al tanto que una pelea por
fútbol, cartas o mujeres podía terminar con el control de su reducido espacio
en manos de leyes foráneas. Si bien había diferencias, dos veces por día ese
era su lugar en el mundo. Sin jefes, deudas o problemas; sólo música, trago,
juegos y risas. Eran, sin saberlo, el último bastión contra la pedantería cotidiana
y las formas de cotillón. Y, sobre todo, viajaban con holgura.
Una
mañana como cualquiera, los residentes de Furgonia despertaron con la noticia
de una inminente modernización en los trenes y estaciones de la línea. La
desconfianza ante la aparente puntada sin hilo los hizo sentir incómodos y
alerta. Barajaron rumores y protestas vacías. Intentaron consultar con un joven
del sindicato ferroviario que siempre viajaba con ellos, pero, extrañamente,
había desaparecido. Los trayectos transcurrían en silencio, el traquetear del
carro el único bullicio. En las estaciones, carteles de un gobernante que jamás
había pisado su acanalado suelo, hablaban de progreso. En el ambiente, caras
sombrías en tácita despedida.
El
día llegó finalmente. A la estación engalanada arribó un modelo reluciente,
brillando bajo el frío sol del amanecer. Los frenos eran discretos y las
puertas se abrían solas, sin requerir fuerza de brazos, ni poder ser
controladas a voluntad. Los hombres vieron la llegada de la formación con un
nudo de premoniciones oscuras en la garganta. Con cuidado, subieron al tren. En
el medio del nuevo furgón, como reclamando el espacio, un gendarme: armado y
con cara de pocos amigos. Se acomodaron en silencio, pegados a las paredes, lo
más lejos posible del intruso. Sus ojos no se acostumbraban a las poderosas
luces y su nariz no reconocía el inodoro espacio. El desplazar era un murmullo
sin saltos. Hombres rudos, de manos callosas y piel surcada por las estaciones,
viajaron silenciosos y cabizbajos, como niños reprendidos.
Elementales
seres, parias en un mundo donde la modernidad se lo lleva todo por delante, comenzaron
a deambular, exiliados de su viejo lugar de pertenencia. Un lugar al que no
podían regresar, pues había dejado de existir. Muchos buscaron medios de
transporte alternativos; otros intentaron mezclarse con la población de los
demás vagones, donde fueron señalados por personas de trajes caros y méritos
baratos. Las cartas dejaron lugar a los videos en teléfonos celulares; los
mates y el trago refrescante, a la bolsa de pegamento. La música desapareció,
censurada por caras reprobatorias. El joven del sindicato ferroviario apareció
molido a palos, dentro de un auto cero kilómetro con todos los vidrios rotos.
El pueblo de Furgonia, dividido y sin tierra, se disolvió en los recovecos del
conurbano.
Hasta
hace poco quedaban algunos: mendigando en las estaciones, hablándole al viento
en las plazas; se los reconocía por el brillo en los ojos cansados. La espera
de resarcimiento que los mantenía a flote era también la que los anclaba al
recuerdo idealizado de tiempos mejores.
Este relato obtuvo el segundo puesto en el “Concurso Zonal
de Cuento Breve 2015 – Hermano William”
Ilustración: Irene Di Maggio
Ilustración: Irene Di Maggio
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