martes, 27 de octubre de 2015

FURGONIA, un aguafuerte bonaerense

Las paredes entramadas y el techo de tejas de las boleterías, en armonía con el aire fresco del bosque de eucaliptos que bordeaba el lugar, me transportaban cada mañana a una idílica estación de tren en la campiña europea. Al menos hasta que la voz en el crepitante altoparlante, anunciando la habitual demora, me devolvía a la realidad de un cachetazo. Demora se traducía en presentismo en juego, que a su vez significaba viajar sí o sí en el próximo tren. Llegase como llegase.

El tren arribaba a Santos Lugares como una dama llega a una fiesta: tarde e indiferente de lo que sucede a su alrededor. Se detenía con displicencia, echando una mezcla de queja y bufido; y ahí me encontraba la mayoría de las mañanas: frente a un monstruo artrítico, sin lugar para un alfiler y atestado de seres macerando fastidio. En esas jornadas uno arriesgaba la vida: ya sea viajando en los estribos de un vagón destartalado, sobre vías viejas y poco confiables, o expuesto a que un pasajero con un día complicado por delante te saque la cabeza de un mordisco. Eran momentos difíciles, pero los aventureros y sabios teníamos un pequeño secreto.

En los extremos de la formación, se encontraba un lugar donde el resto del tren no existía; un espacio con sus propios personajes, costumbres y reglas…

Furgonia.


Así bautizamos con mi hermano a los furgones del ferrocarril San Martín, que nos llevaron a ambos al trabajo, casi sin sobresaltos, durante años de furias y retrasos. Herrumbrados vagones con pisos de chapa anti-desliz, sin asientos y con ganchos sobre las paredes para colgar bicicletas. Luces rotas y sólo un pequeño ojo de buey a cada lado eran insuficientes para sacar a la geometría metálica de la penumbra, por lo que las pesadas puertas corredizas siempre estaban abiertas, a fin de recibir aire y luz.

En Furgonia, los hombres eran recios y sencillos; las historias brutales, las risas estridentes y los modales sinceros. Barbas, ojos inyectados y gorras por doquier. Los colores futboleros, variados y rivales, presagiaban guerras por el honor del blasón, pero en alguna especie de mudo pacto, la convivencia prevalecía por sobre los cambiantes resultados de los fines de semana.

Las mujeres escaseaban. Las pocas que se animaban a subir, obligadas por el insuficiente lugar en el resto del tren, lo hacían con miedo, amedrentadas por el tosco aspecto de los lugareños y el almizcle del esfuerzo y la carencia; pero, salvo por algunas miradas lascivas, casi inevitables en una trágica crianza, el trato era cordial y silencioso. Hasta asustadizo, se diría. Se generaban espacios inmediatamente y la fémina en cuestión viajaba sin ser molestada.

El clima era duro. Inviernos de vientos lacerantes se colaban por las puertas y eran combatidos con rondas de mates escaldados. Los veranos se absorbían en la aleación y la falta de refrigerio artificial obligaba a consumir bebidas frescas no siempre saludables.

Las bicicletas tenían prioridad, incluso más que las personas. Pese al paso del tiempo, se recordaba el verdadero propósito del sitio y cada vez que una montura se encaramaba en la puerta era obligación dejar paso y lugar, ya sea un moderno modelo de montaña o el gastado auxilio de un pobre afilador.

La música, popular y a todo volumen (los auriculares no existían en Furgonia), parecía contagiar de alegría a los demás y ayudarlos a encarar el comienzo de la jornada. Los naipes aparecían por arte de magia. Sostenidos incómodamente, entre manos o baldes puestos de cabeza, realizaban sumas buenas y trucos, en juegos autóctonos y queridos. La moda del póker no llegaba aún a esos confines. Afortunadamente, ya que el europeo juego de cartas es extremadamente aburrido sin dinero de por medio y si llegaba a apostarse un centavo en Furgonia era factible que todo terminara a los tiros.

El equilibrio, aunque real, era frágil (después de todo, en cada pequeño reino hay criaturas ávidas de poder), pero todos estaban al tanto que una pelea por fútbol, cartas o mujeres podía terminar con el control de su reducido espacio en manos de leyes foráneas. Si bien había diferencias, dos veces por día ese era su lugar en el mundo. Sin jefes, deudas o problemas; sólo música, trago, juegos y risas. Eran, sin saberlo, el último bastión contra la pedantería cotidiana y las formas de cotillón. Y, sobre todo, viajaban con holgura.

Una mañana como cualquiera, los residentes de Furgonia despertaron con la noticia de una inminente modernización en los trenes y estaciones de la línea. La desconfianza ante la aparente puntada sin hilo los hizo sentir incómodos y alerta. Barajaron rumores y protestas vacías. Intentaron consultar con un joven del sindicato ferroviario que siempre viajaba con ellos, pero, extrañamente, había desaparecido. Los trayectos transcurrían en silencio, el traquetear del carro el único bullicio. En las estaciones, carteles de un gobernante que jamás había pisado su acanalado suelo, hablaban de progreso. En el ambiente, caras sombrías en tácita despedida.

El día llegó finalmente. A la estación engalanada arribó un modelo reluciente, brillando bajo el frío sol del amanecer. Los frenos eran discretos y las puertas se abrían solas, sin requerir fuerza de brazos, ni poder ser controladas a voluntad. Los hombres vieron la llegada de la formación con un nudo de premoniciones oscuras en la garganta. Con cuidado, subieron al tren. En el medio del nuevo furgón, como reclamando el espacio, un gendarme: armado y con cara de pocos amigos. Se acomodaron en silencio, pegados a las paredes, lo más lejos posible del intruso. Sus ojos no se acostumbraban a las poderosas luces y su nariz no reconocía el inodoro espacio. El desplazar era un murmullo sin saltos. Hombres rudos, de manos callosas y piel surcada por las estaciones, viajaron silenciosos y cabizbajos, como niños reprendidos.

Elementales seres, parias en un mundo donde la modernidad se lo lleva todo por delante, comenzaron a deambular, exiliados de su viejo lugar de pertenencia. Un lugar al que no podían regresar, pues había dejado de existir. Muchos buscaron medios de transporte alternativos; otros intentaron mezclarse con la población de los demás vagones, donde fueron señalados por personas de trajes caros y méritos baratos. Las cartas dejaron lugar a los videos en teléfonos celulares; los mates y el trago refrescante, a la bolsa de pegamento. La música desapareció, censurada por caras reprobatorias. El joven del sindicato ferroviario apareció molido a palos, dentro de un auto cero kilómetro con todos los vidrios rotos. El pueblo de Furgonia, dividido y sin tierra, se disolvió en los recovecos del conurbano.

Hasta hace poco quedaban algunos: mendigando en las estaciones, hablándole al viento en las plazas; se los reconocía por el brillo en los ojos cansados. La espera de resarcimiento que los mantenía a flote era también la que los anclaba al recuerdo idealizado de tiempos mejores.


Este relato obtuvo el segundo puesto en el “Concurso Zonal de Cuento Breve 2015 – Hermano William”
Ilustración: Irene Di Maggio

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