jueves, 16 de enero de 2014

El aguafiestas número uno

En caso que mi completa ausencia de conocimiento sobre el tema, mi físico de poliomielítico y mi falta total de coordinación no den suficientes pistas, soy malísimo para jugar al fútbol.

Excedo el famoso “una pierna le pide permiso a la otra” para ejecutar una finta; en mi caso mis piernas se mandan cartas certificadas entre ellas, informando que en los siguientes tres a cinco días hábiles van a proceder a moverse, intentando llevar ese extraño objeto esférico hacia la otra punta de la cancha.

Por un tiempo pensé que, debido a mi altura, las ordenes que mando desde mi cerebro hasta las piernas recorren un largo camino y tardan en llegar. Pareciera más que en el camino hay un embotellamiento, un piquete, un derrumbe y, cuando el comando está por llegar, la ruta se transforma en un sendero de tierra y un cartel con un hombrecito empuñando una pala anuncia que la ruta está aún en construcción. 

Estas teorías sobre mi “maletez” fueron relativamente olvidadas cuando comprobé que, por alguna razón, atajo decentemente bien. Nunca supe por qué, pero me doy maña para evitar que el equipo contrario convierta goles. Mi viejo solía atajar, y lo hacía bastante bien, pero no creo que eso se herede. En un acto de perversión magnifica de parte del universo, la alopecia sí. 

Unos reflejos que no sé de donde salieron (y que no creo se desarrollen mirando horas de televisión al día) hicieron que le termine tomando cariño a la posición y desesperadamente me aferre a ella. No importa que estés cansado, lesionado, o moribundo y con ese último deseo en la tierra, no te voy a dejar atajar un rato. Atajo yo.

Por supuesto que, al igual que todo en la vida, atajar tiene sus cosas buenas y sus cosas malas: 

Podés usar partes del cuerpo que transformarían en un sucio tramposo a los demás jugadores. Estás habilitado a darle órdenes a los pocos compañeros que te ayudan (los defensores, claro; los delanteros son estrellitas que el arquero desprecia, jueguen para su equipo o para el contrario) y, por sobre todas las cosas, corrés mucho menos que los demás.

Pero también se pasa constantemente de un estado de relajación y observación (la mayoría del tiempo el arquero sólo mira el partido desde una posición privilegiada) a un estado de nervios que puede inducir un combo embolia/infarto sin problemas. Cuando el otro equipo avanza por el campo como un tsunami de bajo coeficiente y gran habilidad motora, el arquero se siente responsable del destino de sus compañeros, su club y la salud mental de los hinchas. En ese momento abre grandes los ojos, tensa todos los músculos y reza porque la pelota se aleje los más que pueda… a menos que esté yendo hacia el arco, claro, ahí quiere atraparla como si fuese la felicidad misma, convirtiendo al arquero en la histeria hecha posición.

El guardameta es el último bastión entre su equipo y la victoria del contrario, y el primero al que le pegan los proyectiles de la hinchada. Las publicidades y los sueldos jugosos son para otras posiciones. Las películas de futbol (que por lo general incluyen un perro que juega bien, o un niñito que es un patadura toda la peli pero que sobre el final, gracias al poder del amor, que remplaza entrenamiento y talento natural, se transforma en un crack) terminan con un gol heroico y no con una atajada salvadora.

Si el delantero te pasa, es un dios descendiendo del Olimpo. Si se la atajás, sólo estás haciendo tu trabajo. Si el atacante se equivoca: “no importa, la próxima”, “bien buscado”, “¡uh, pasó cerca!”. Si vos te equivocás, por lo general no te dicen nada, pero podés sentir las miradas de reprobación de todos clavándose en tu nuca mientras sacás la pelota de la red. 

Aun con todas esas desventajas, me gusta pararme debajo de los tres palos. Y, para ser completamente sincero, mi gusto por el arco va más allá de pegar dos o tres gritos, correr poco, poder usar las manos en lugar de mis torpes pies y molestarme porque a mi delantero no le salió un amague que yo no podría hacer ni en mis más salvajes sueños. La meta de jugar al futbol es crear, generar situaciones, anotar más goles que el rival. La tarea del arquero es, básicamente, impedir todo eso. Evitar que los demás se diviertan.

Y tiene algo de magia ser el villano.

Sé que es pura envidia por no ser tan habilidoso como los demás, pero lo bueno es que puedo disfrazarlo de lealtad al equipo y amor al deporte. Ver la cara de frustración de un pibe notablemente más hábil que yo, que se pasó a tres y no pudo hacer el gol porque había un tipo parado entre él y la consagración de sus sueños, es maravilloso. Ser patovica a la alegría. La mucama de telo que se equivoca de habitación en el momento menos oportuno: un corta orgasmos con guantes de colores.

Atajo porque es lo único que sé hacer, sí, pero también porque es genial ser el aguafiestas número uno.

viernes, 10 de enero de 2014

Adios


Escribió su carta de despedida con mucho cuidado. Escribió, corrigió, volvió a escribir.

Ordenó recuerdos, anécdotas, sueños; los volcó al papel con fervor, pero con método. Revisó su mensaje tantas veces, que quedó totalmente desensibilizado a las palabras con las que quería causar tanto sentimiento.
Buscaba impactar, causar ternura e, inconscientemente, arrepentimiento. Quería que su carta los volviera a unir, más que lograr el cierre definitivo.

Luego de semanas de esperar el momento indicado, consciente de que este en realidad no existía, un día nublado, pesado y caluroso, dejó la carta en su buzón y volvió a casa.

Pasaron varios días. Imaginó a su viejo amor recibir la carta, emocionarse, llorar, mostrársela a sus amigas, tomar el teléfono para llamarlo y arrepentirse en el último momento. Las fantasías se sucedían con un punto en común: la misiva no era indiferente.
Sin embargo, no había ningún tipo de respuesta o indicio de que la misma había sido leída.

El lazo se había cortado.

Finalmente, enloquecido por su imaginación y extrañándola como nunca, la llamó; para ver que le había parecido su carta de despedida.