Escribió su carta de despedida con mucho cuidado. Escribió,
corrigió, volvió a escribir.
Ordenó recuerdos, anécdotas, sueños; los volcó al
papel con fervor, pero con método. Revisó su mensaje tantas veces, que quedó
totalmente desensibilizado a las palabras con las que quería causar tanto
sentimiento.
Buscaba impactar, causar ternura e, inconscientemente,
arrepentimiento. Quería que su carta los volviera a unir, más que lograr el
cierre definitivo.
Luego de semanas de esperar el momento indicado, consciente de que este en realidad no existía, un día nublado, pesado y caluroso, dejó
la carta en su buzón y volvió a casa.
Pasaron varios días. Imaginó a su viejo amor recibir la
carta, emocionarse, llorar, mostrársela a sus amigas, tomar el teléfono para
llamarlo y arrepentirse en el último momento. Las fantasías se sucedían con un
punto en común: la misiva no era indiferente.
Sin embargo, no había ningún tipo de respuesta o indicio de
que la misma había sido leída.
El lazo se había cortado.
Finalmente, enloquecido por su imaginación y extrañándola como
nunca, la llamó; para ver que le había parecido su carta de
despedida.
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