viernes, 10 de enero de 2014

Adios


Escribió su carta de despedida con mucho cuidado. Escribió, corrigió, volvió a escribir.

Ordenó recuerdos, anécdotas, sueños; los volcó al papel con fervor, pero con método. Revisó su mensaje tantas veces, que quedó totalmente desensibilizado a las palabras con las que quería causar tanto sentimiento.
Buscaba impactar, causar ternura e, inconscientemente, arrepentimiento. Quería que su carta los volviera a unir, más que lograr el cierre definitivo.

Luego de semanas de esperar el momento indicado, consciente de que este en realidad no existía, un día nublado, pesado y caluroso, dejó la carta en su buzón y volvió a casa.

Pasaron varios días. Imaginó a su viejo amor recibir la carta, emocionarse, llorar, mostrársela a sus amigas, tomar el teléfono para llamarlo y arrepentirse en el último momento. Las fantasías se sucedían con un punto en común: la misiva no era indiferente.
Sin embargo, no había ningún tipo de respuesta o indicio de que la misma había sido leída.

El lazo se había cortado.

Finalmente, enloquecido por su imaginación y extrañándola como nunca, la llamó; para ver que le había parecido su carta de despedida.

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