Mi amigo Juan Pablo ama hacer
asados.
Pero si bien disfruta el sabor de la
carne, lo que más lo deleita es preparar el fuego. Y en su opinión, lo mejor de
preparar el fuego es la parte donde hay que romper maderas a patadas.
Le
parece genial que esa actividad destructiva sea el comienzo de una
maravilla culinaria y el puntapié inicial de uno de los
eventos sociales por excelencia por estos lados del planeta.
No fue difícil descubrir su pasión
por la tarea. Al no conocer "De la A a la Z en el encendido del fuego" (desde "A: apantallar la brasa con el diario del domingo" a "Z: zambullirse en internet a buscar el delivery de empanadas más cercano porque se te arruinó el fueguito”) nos es necesario romper un par de cajones de verdura para ayudar al carbón a no
apagarse. Siempre uno de nosotros rompía maderas en la previa al asado. La
diferencia fue que cuando Juan lo hizo por primera vez, el chasquido sonó
diferente. Más fuerte, más comprometido.
Juan ponía en la tarea un empeño que
dejaba ver una pasión que aunque parecía inentendible para el resto del grupo,
no dejaba de fascinarnos.
Patadas voladoras, saltos mortales,
golpes con giros... Toda una batería de acrobacias extrañas para la actividad y
para el individuo que las practicaba, al que el mayor ejercicio que le había
visto hacer hasta ese momento había sido vaciar una cubetera en una jarra de
llena de fernet con Coca Cola.
Últimamente la preparación del
fuego se transformó en un evento disfrutado por todos y solemos llevar cajones
y tablas para alinearlos en alguna de las paredes cercanas a la parrilla,
alentando a Juan para que las quiebre de formas cada vez más creativas y
graciosas.
Siempre imaginé que la destrucción
tenía que ver con un tema de liberación catártica. Algunas personas hacen
deporte, otras apagan su cerebro viendo tele… Juan descargaba sus frustraciones
corrientes rompiendo maderas para hacer fuego.
Ayer hicimos el más reciente asado.
Curioso, me acerqué mientras se disponía a romper el último cajón y le pregunté
sonriendo:
“Hey, Juan, ¿la cara de quién te
imaginas cada vez que tirás una patada?”.
Levantó la cabeza de golpe en pleno
ídem para mirarme y la patada no dio de lleno, mandando el cajón de frutas un
par de metros lejos, sin romperse.
Esperaba que me nombrara a su jefe o
alguna ex novia que no supo amar su naturaleza caótica y un poco beoda (Juan
es, entre otras muchas peculiaridades grandiosas, un “entusiasta de lo
etílico”), pero me dio una respuesta que me sorprendió, pero a la vez no. Sé que
Juan está demente desde hace tiempo.
“No es eso para nada”.
“¿No haces catarsis?”
“No. En realidad es una teoría más sencilla. Tengo la
sospecha de que los asados quedan más ricos de esta forma. Si le pongo energía
a la rotura de los cajones, no importa que no sea un gran asador. De alguna
forma esa pasión y ganas de que todo salga bien se transmiten a la madera y ya
no es necesario ser tan experto en el manejo de la parrilla, porque el asado se
hace prácticamente solo”.
“¿Es una broma?”, pregunté, como comentaba más arriba, sorprendido pero no
tanto.
“Te respondo con otra pregunta”, me
dijo Juan, poniéndose serio. “¿Alguna vez comimos un asado que no
estuviera genial?”
Recordé algunas parrilladas en las
que la carne quería saltar del plato y huir o, resignada en su destino, al
menos comerse la ensalada. Luego pensé en otros en los que los bomberos se
acercaban lentamente a la cuadra, con las sirenas apagadas, pero viendo qué
onda.
Pero luego recordé las veces que este genial personaje me hizo estallar de
risa entre mordisco de bife y trago de vino. Las veces que estuvimos a punto de
quemar la casa o de comer carne (demasiado) jugosa y nos lo tomamos
con gracia. La expectativa que genera su pequeño show de rotura de maderas. Momentos
y recuerdos invaluables que generan esas reuniones donde desde hace tiempo hacer un asado y comer carne son dos cosas diferentes.
Sonreí, le acerqué el cajón que
había quedado lejos y le dije: “Tenés razón. Transformalo en el mejor asado del
mundo”.
Tomó carrera, enfocó su vista en la
madera (tal vez visualizando la carne dorarse o escuchando el chisporrotear de
la grasa en los carbones) y empezó a correr.
Segundos más tarde el patio estaba
lleno de astillas y Juan respiraba agitado y contento.
Esa tarde la carne quedó regular, como muchas veces. Pero el asado resultó una gloria, como siempre.