viernes, 29 de agosto de 2014

La trágica noche del Señor Mono Caballero

Lo encontraron en la jungla, entre ejemplares de su misma especie. Si bien físicamente era igual al resto de los monos, inmediatamente llamó la atención de los investigadores. Mientras sus pares se sacaban y comían los piojos los unos a los otros, o recibían a los investigadores con una cálida bienvenida de chillidos y lanzamiento de excremento, éste espécimen había hecho fuego con unas ramas secas y luego de calentar agua en una piedra en forma de pequeña pileta, le agregó una mezcla de distintas hierbas y se la tomó muy calmado, mientras observaba a sus compañeros con una mezcla en la mirada de disgusto y vergüenza ajena.

“¿Está… está tomando té?”, preguntó, maravillado, uno de los investigadores.

Originalmente estaban allí para estudiar el comportamiento del perezoso. Querían observar si podían captar algo que valiera la pena de ese inerte animal y como hacía para que no se lo coma nadie, así, lento y falto de recursos como es. Pero el descubrimiento del particular simio los impresionó y los hizo abandonar el propósito inicial. Lo estudiaron por un rato y, como buenos hombres de ciencia, decidieron que debían arrancarlo de su hábitat natural y hacerle una serie indefinida y estresante de pruebas para aprender más sobre su comportamiento.




Una vez en la ciudad, una batería de exámenes arrojó que el mono poseía una inteligencia sin igual, pero, por sobre todas las cosas, un sentido del decoro que ni siquiera la mayoría de los científicos poseía (y estaban bien al tanto de eso, pues ellos también habían tomado ese test. ¿Qué test es ese que mide el decoro y la caballerosidad? Ni idea, no soy científico). El simio disfrutaba de la música clásica y montar a caballo. Le habían hecho probar Darjeeling, al que puso una cara que los más atrevidos interpretaron como “sí, está bien, si no hay del otro…”. Fumaba en pipa, jugaba ajedrez y había pedido mediante señas todos los tomos de la enciclopedia británica, que estudiaba y cuidaba con esmero.

Luego de finalizar las pruebas, organizaron una conferencia para presentar al mono en sociedad. La noche del evento, el salón de gala de la universidad estaba a rebosar de hombres y mujeres de ciencia, periodistas y curiosos. Se había previsto un banquete que incluía finas bebidas y comidas de los más diversos y recónditos lugares del mundo y, por supuesto, bananas. Los doctores Díaz (del departamento audiovisual) y Rodríguez (de la academia de arte) eran entusiastas del noble fruto.

Luego de las últimas noticias de la universidad y de una colecta a voluntad para renovar el departamento de matemáticas (momento donde varios se excusaron para ir al baño, mientras que otros recibieron llamadas importantes que debían responder en ese mismo momento), hicieron pasar al mono.
Llevaba galera y levita negras, pero sin pantalones (una especie de vestuario formal de pato Donald) y remataba su apariencia con un monóculo dorado que le daba un aspecto juicioso y ridículo a la vez. La totalidad de los invitados quedó en silencio. Estaban al tanto de lo que habían venido a ver, pero, aun así, la presencia de un mono vestido con un aristócrata del siglo XIX los dejó sin habla. Al menos hasta que la mujer del rector de la universidad, la definición perfecta de “esposa trofeo” y una publicidad caminante de las maravillas de la cirugía plástica, exclamó maravillada: “¡Pero si es todo un señor mono caballero!”

El colorido comentario sacó a todos de su mutismo, y el aplauso generalizado colmó la sala y cayó sobre el invitado de honor, que ensayó una coreografiada reverencia.

El señor mono caballero se paseaba entre las mesas estrechando manos, sacándose fotos y contando chistes. O al menos eso suponían todos. El mico daba chillidos y luego emitía una especie de graznido acompasado y ahogado que todos interpretaban por una risa. Esperando que no haya sido una broma muy racista, los invitados reían a la par. La noche transcurría con la normalidad que puede tener una cena en honor a un hidalgo primate súper inteligente… hasta que la vio. Y la primera pieza de dominó del camino de fichas de la fatalidad cayó, iniciando la secuencia que haría que esa velada sea recordada por todos como “la trágica noche del señor mono caballero”.

La doctora Palmira, profesora de literatura victoriana, había asistido más por el ágape que por verdadera curiosidad profesional. Estaba fastidiada de la vida competitiva e impersonal del mundo universitario, pero amaba estos eventos donde la comida era buena y, sobre todo, gratis. Tratando de no desentonar con la velada, se había puesto su mejor vestido, se había recogido el pelo como vio en una revista de modas y avanzaba entre los invitados como una tigresa buscando su presa. En este caso la presa era la bandeja de empanaditas chinas.

Si esto fuese una historia ficticia, la doctora Palmira sería la mujer más hermosa del campus y todas las miradas estarían puestas en ella. Los hombres (y algunas mujeres del profesorado del gimnasia), todos compitiendo por el privilegio de compartir la cama con la perfecta joya del mundo académico.

La doctora Noelia Palmira era más bien regordeta, chueca y con un abundante bello facial que hubiera hecho que un vikingo sintiera un poco de envidia. Usaba anteojos que no se ponía en el exterior por miedo a que el grueso de los cristales, en combinación con el sol, le derritiera un ojo, y su vestido y peinado competían a ver cuál de los dos estaba más fuera de estilo. El resto de los invitados la ignoraba; cosa que ella apreciaba, ya que le brindaba la invisibilidad deseada para comer a voluntad, no tener charlas falsas con colegas odiosos y usar su cartera como bolsa de muestras gratis.

Cuando el señor mono caballero la vio, su corazón dio un vuelco. Nunca había visto hembra más hermosa. Usaba esos dobles monóculos que les había visto a muchos profesores de la universidad, pero estos eran más gruesos, lo que indicaba que era más importante. Y el bigote le recordaba a su propia madre (porque, al parecer, los monos también pueden tener Edipos no resueltos). Estaba completamente embelesado, pero, como muchos machos de todas las especies, no se animaba a hablarle. Estaba al tanto de que era un caballero cautivador y se sabía experto en chistes, pero estaba completamente paralizado.

Desesperado y pensando una forma de acercarse, recordó algo que había escuchado en esos días de estadía en la universidad. Desde que nuestro gentil amigo acompañó a los investigadores fuera de la jungla, hasta la noche en que conoció a la doctora Palmira, había pasado sus días en los edificios del campus. Al tener una disposición tan civilizada, luego de los estudios de cada mañana, los científicos lo dejaban vagar por el campus, donde socializaba con estudiantes y catedráticos y, en oportunidades, presenciaba estudios y experimentos. En el departamento de psicología había aprendido que cuanto menor la inhibición, más fácil es socializar y vencer la timidez. Y en el de química aprendió que el alcohol es una droga psicoactiva que produce sensación de alegría, locuacidad y desinhibición.

Como era un simio extremadamente inteligente, realizó la conexión obvia. Y como era un macho excitado, le importaron un bledo las consecuencias.

La primera botella de alcohol que encontró estaba llena de whisky. Como no sabía cuánto alcohol era necesario para poder acercarse a su amada, se la bebió toda de un tirón.

El señor mono caballero era el simio (y tal vez el primate) más inteligente de la historia, pero desconocía que el amor nos hace estúpidos. Y mezcló alcohol y una mujer. Ni los científicos más osados se atreven a ese experimento. Si pueden evitarlo.

Su cabeza empezó a darle vueltas, las imágenes se veían borrosas y no podía acceder a su mente con la rapidez habitual. Pero, a pesar de ello, se sentía bien. Muy bien. Con su último suspiro de raciocinio reflexionó que así debían sentirse sus camaradas monos. Salvajes y libres de preocupaciones. Los envidió un poco.

Buscó con la mirada a la doctora Palmira y la encontró. Estaba más bella que nunca. También estaba hablando con el doctor Saenz. El pobre diablo solo quería saber de dónde había sacado esos sandwichitos de roastbeef.

El señor mono caballero apretó los puños y sacó los dientes. Todo se puso rojo.

Una sombra surcó el espacio del salón y tacleó violentamente al doctor Saenz, derribándolo sobre una mesa. Estallido de cristalería, gritos y gente que empezó a correr hacia todos lados, a derribar muebles y a atropellarse. La doctora Palmira se cubrió detrás de una mesa tumbada, mientras trataba de rescatar un plato de canapés que había caído cerca. Del otro lado de la mesa reinaba un caos que solo los celos pueden producir. Chillidos salvajes, gritos desgarradores de ayuda, cristales estallando y excremento. Cantidades de excremento, volando en todas direcciones. Un brazo cercenado cayó a su lado y la doctora Palmira lanzó un grito ahogado. Se cubrió los ojos, pero eso solo intensificó los espeluznantes sonidos. Algo se estampó contra el otro lado de su mesa-escudo y le hizo dar un respingo. ¿Un cuerpo? ¿Tal vez la pata de cordero asada que adornaba la mesa central? De pronto se escuchó un rugido de guerra, primario y dominante, y todo se quedó en silencio. La doctora Palmira dejó pasar unos minutos y se asomó por arriba de la mesa. Se le vino el alma al piso. ¡Alguien había desperdiciado toda la comida! Ah, y casi todos estaban muertos. Estudiaba la forma de salir de su escondite a levantar un bocado que no estuviera lleno de sangre y correr a su departamento, cuando una mano peluda la agarró de atrás y le cubrió la boca.

El doctor Rodríguez salió de su escondite tras una columna del salón. Caminaba con cuidado, mirando en todas direcciones y pisando cristales. La puerta principal estaba cubierta de cuerpos que, en un intento desesperado por huir, había obstruido la salida, por lo que decidió salir por la cocina. Allí se encontró con el doctor Díaz. Este sonreía, divertido.

“¿Qué es lo que lo divierte, doctor?”

El doctor Díaz levanto la cabeza y vio a su amigo. Puso una mano sobre su hombro y le dijo:

“En palabras de otro señor mono caballero: ´Cuando bebes, el mundo aún está ahí afuera; pero en ese momento no te tiene tomado del cuello´”

“¿Qué dice?”

“Al parecer, Rodríguez, nuestro homínido amigo vació la heladera de alcohol antes de irse”.

En efecto, las heladeras alquiladas para la ocasión estaban abiertas de par en par y la gran mayoría de las botellas habían desaparecido. Lo mismo pasaba en los anaqueles de bebidas espirituosas.

“Encontré éste resto de aguardiente”, prosiguió el doctor Díaz. “¿Quiere un poco?”.

“Nunca diría que no, menos ahora”.

Sacaron bananas del canasto de la fruta y se sentaron en los escombros a comer, beber y rascarse la cabeza pensando en lo ocurrido.

Cuando llegó la policía, luego de contar a los sobrevivientes y a los cadáveres (el doctor Saenz estaba particularmente despedazado y cubierto en excremento), notaron que la doctora Palmira no estaba en ninguna de las dos listas.

Al revisar la habitación del señor mono caballero advirtieron que faltaban sus pertenencias y flotaba en el aire una entonación de perfume femenino. Uno pasado de moda y no del todo agradable.

Al recorrer el campus notaron que en la reja marcando el límite con el exterior, cerca de un árbol que tenía sus ramas colgando al otro lado de la propiedad, había una pila de tomos de la enciclopedia británica. Estos formaban una rudimentaria escalera que llegaba hasta la parte más alta de la reja y bajaba del otro lado.

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