—M´ijito, si a uté le
ofrecen quel próximo sueño se le haga su vida real, ¿aceptaría?
La
cuestión le sonó divertida, hasta lúdica: convertir un bello sueño en la
satisfacción real de todas sus fantasías. Claro que también podría experimentar
una horrible pesadilla, pero determinó, casi inmediatamente, que los riesgos
siempre traen recompensas. Y que era difícil una vida peor que la suya.
Sonrió
y asintió. Vio a la tarotista frente a él sonreír y asentir a la vez.
—Delo po´ seguro.
—¿Eso es todo?-
respondió divertido- ¿No hay encantamientos a la luz de la luna?
—Uté ve mucha´ película´.
Pa´ mañá ´tará hecho.
Pasaron
los minutos y la modorra no llegaba, tal vez demorada por la excitación frente
a las posibilidades. Se levantó y tomó un vaso de leche tibia, pero le supo
fea: de gusto metálico y salado. Volvió a la cama y decidió intentar el clásico de los insomnes
que no toman drogas para dormir: contar ovejas.
Cerró
los ojos e imaginó una pradera verde y soleada, con una pequeña cerca de piedra
cruzándola perpendicularmente. Desde la derecha de la imagen comenzaron a
llegar ovejas: en fila, blancas y esponjosas. Llegaban sumisas a la cerca,
daban un pequeño salto y caminando un poco más desaparecían del plano por la
izquierda. Las ovejas pasaban, una tras otra, pero ninguna traía el sueño. Tratando
de mejorar el ambiente transformó el día en noche cerrada, pero no parecía ayudar:
los ovinos, tan insomnes como él, continuaban la peregrinación. De pronto,
entre los clones de lana pálida, apareció una oveja negra, casi disimulada en
la oscuridad. Se acercó a la cerca y cuando le tocó el turno se negó a saltar
al otro lado. Las ovejas detrás comenzaron a amontonarse, quejándose y
esperando su oportunidad. La pradera comenzó a transformarse en un páramo de un
lado y en una nube ruidosa del otro, con un punto negro que arruinaba el uniforme
paisaje blanco. Se esforzó en hacer saltar al miembro diferente de su ganado;
no le gustaba el tono ominoso de la situación, lo ponía nervioso y lo alejaba
más de la narcosis. Intentó enviar una poderosa orden mental y en ese momento
todas las ovejas callaron, la pradera helada de silencio. La oveja negra lo
miró, rompiendo la cuarta pared onírica, y baló:
Beeeeeh
Abrió
los ojos. Estaba en su habitación. Se sintió un tonto por esperar algo,
claramente todo era una…
—¿Estás bien, amor?-
dijo una voz a su lado.
Giró
en la cama y se encontró con su actriz favorita, acostada junto a él. Al
parecer habían dormido juntos y ella hablaba perfecto castellano.
¡Funcionó!
Se
inclinó a besarla, pero su compañera le puso con suavidad una mano en el pecho
y dijo dulcemente:
—¿No me traerías un vaso
de agua? Me muero de sed. Yo te espero acá, lista para vos.
Se
levantó de un salto. ¡Por fin todo salía como quería! Salió de la habitación, y
apenas pasó al otro lado la puerta se cerró de un golpe.
Su
comedor, con la pequeña mesa y el sillón donde pasaba horas frente al televisor
habían desaparecido. Se encontraba en una terminal de ómnibus desierta, un
micro solitario esperando en una de las plataformas con el motor en marcha. Tratando
de controlar una naciente sensación de inquietud, pensó: “¡Bueno, un viaje;
perfecto!”. Quiso subir al bus, pero por alguna razón no podía, algo lo frenaba
en la puerta. La cortina se corrió en una de las ventanillas y vio a su madre,
joven, como cuando él era niño, que lo saludaba con la mano y le mandaba un
beso. La puerta del micro se cerró con un silbido, el vehículo dio marcha atrás
y empezó a alejarse por la calle. Lo persiguió, pero por más rápido que corría
este se alejaba más y más.
Frustrado
lanzó un insulto y sintió algo suelto dentro de su boca. Lo pasó de un lado a
otro con la lengua, tratando de reconocerlo, y lo escupió a la mano.
Un
diente.
No
llegó a espantarse del todo que sintió al resto de los dientes suicidándose
desde las encías. Casi se ahoga al intentar gritar. El asco le nació desde el
estómago y vomitó dientes y trozos de cordero sobre la calle de la terminal. Las
piezas dentarias rebotaban exageradas en el asfalto. Una saltó lejos y pegó en
un zapato, uno ridículamente largo y de color rojo. Levantó la vista y vio al
payaso. Parecía haber pasado los últimos meses pudriéndose en un basural: su traje
de arlequín estaba rasgado y lleno de manchas; el pelo verdoso y sucio, y el
maquillaje corrido; la nariz humana, hinchada y con los capilares reventados,
lograba el efecto circense. Lo único que podía envidiar del horrendo personaje
era su sonrisa: tenía todos los dientes y eran enormes. El bufón inclinó la
cabeza hacia un lado, amplió la mueca y empezó a correr en su dirección. Intentó
huir, pero aunque movía las piernas con vehemencia no parecía desplazarse del
lugar. Cada vez que miraba hacia atrás, su perseguidor se acercaba. La tortura
parecía infinita, el payaso había empezado la persecución a pocos metros de él,
sin embargo aún no lo había alcanzado. De todas formas sabía que si dejaba de
correr estaba perdido.
Se
zambulló en una puerta giratoria de la terminal, el colorido monstruo en el
compartimiento anterior al suyo jadeaba, demente. Entró al enorme hall y notó
que estaba lleno de sus antiguos compañeros de primaria. Ellos aún se veían
como niños, como en la época en la que le cantaban: loco, torpe, tonto y chiflado; no me sorprende que te hayan abandonado.
Todos se pararon sobre los asientos, lo señalaron y comenzaron a reír. Miró
hacia abajo y notó por primera vez que estaba en ropa interior. Comenzó a
llorar. Multiplicada por las lágrimas vio una puerta del otro lado del hall; sobre
el marco, en grandes letras verdes, la palabra SALIDA. Se lanzó hacia allá, sintiendo
que corría bajo el agua; sus piernas luchaban con cada zancada para apenas
moverlo. Los calzoncillos mojados, el corazón latiéndole sin respiro y el
payaso aun pisándole los talones. La risa de sus compañeritos invadía el
ambiente. Llegó a la puerta y la abrió de un tirón: del otro lado, nada. Un
vacío negro que parecía comerse la luz del hall. No tenía tiempo para pensar.
El payaso le rozó la espalda con un dedo putrefacto cuando dio el salto y entró
en la oscuridad.
Se
sintió caer. Intentó gritar, pero el alarido quedaba atrapado en una telaraña
de angustia en el medio del pecho. Temblaba de pies a cabeza. Todo había salido
mal, sus ilusiones se transformaron en miedos; se apilaron y mutaron, como ovejas
frustradas por un tipo consiente de tiniebla. Sintió que la caída se aceleraba,
estaba por chocar con el fondo. Se hizo una bola, abrazando las rodillas y se
preparó para lo peor.
Abrió
los ojos. Seguía en su habitación.
Miró
alrededor: estaba solo. Se tocó la boca: tenía todos los dientes. Soltó una
mezcla de suspiro y llanto agradecido. Se levantó y salió del cuarto. En el sillón
del comedor, el payaso lo esperaba sonriendo:
—No deberías haber
comido tanto antes de acostarte, ¿no sabías que te puede dar pesadillas?- dijo
y dio un salto, abalanzándose sobre él.
Se
agitaba en la cama, el cuerpo cubierto de sudor, los párpados apretados
fuertemente. Estaba atado de pies y manos, con unas correas de cuero que le
impedían caerse o lastimarse a sí mismo. El médico llegó con un rebaño de
pacientes, se dio vuelta y enunció:
—El paciente sufre de imaginación
hipnagógica con gran contenido de terror, la cual es propia de la esquizofrenia
en la entrada al sueño. Los pacientes con este padecimiento relatan que habitualmente
sufren una especie de alucinación, donde, en forma de dilema, de alternativa, deciden
si continuar luchando o hundirse definitivamente en la locura. Por lo que podemos inferir por la
hiperhidrosis, el M.O.R. y el claro sufrimiento a la hora del sueño, este
paciente eligió erróneamente.
Los
estudiantes garabatearon sus planillas y siguieron adelante, el dato disuelto
en una masa de apellidos, información y lecciones frescas. Apenas médico y alumnos
se perdieron en la esquina de la sala, una oveja, negra como la noche en la
pradera, salió de debajo de la cama. Se acercó a la cabecera, se encaramó en
esta y acercando el hocico al oído del paciente comenzó a balar con suavidad.
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