jueves, 22 de agosto de 2013

La hermandad del pantalón viajero


“A veces la vida parece un sueño. 
Especialmente cuando miro hacia abajo 
y veo que olvidé ponerme pantalones”
Jack Handy

Años atrás hice un viaje por Sudamérica con mi amigo Matt, donde desdibujé felizmente la raya que vincula mis posaderas, durante nueve mil kilómetros de desiertos, montañas, selvas, playas y ciudades. Fue una hermosa travesía: reí en exceso, conocí gente encantadora y parajes desconocidos. Me encontré con culturas novedosas, viví experiencias bellas, terroríficas, nuevas y, obviamente, crecí. 



Hasta ahí, nada novedoso en un tipo de viaje poco exótico por estos lares, gracias a lo relativamente accesible del precio y las distancias, y la coincidencia en un idioma que parece ser el mismo, pero que los acentos, dialectos y modismos hacen diverso y entretenido. Un viaje del que solo escucharían con atención familiares y amigos cercanos, forzados por la letra chica de ese contrato social nominado “ser un ser querido”.

Tal vez el único detalle de color a mencionar en este recorrido sea una pequeña particularidad de mi amigo. Sin importancia, pero llamativa. Peculiar para algunos, generadora de arcadas para otros.

Matt usó el mismo pantalón el 99% del tiempo que duró el viaje.

El viaje duró tres meses.


Un jean oscuro, aparentemente indestructible, que lo acompañó (muy) de cerca y conoció la aridez de Atacama, el barro de Machu Picchu, la arena de Máncora y las lluvias de Bogotá, entre muchos otros destinos.

Cuando digo el 99% del viaje no inflo el cálculo para nada. Usaba el pantalón todo el día, todos los días. Y con “todo el día” me refiero hasta a la fracción de la jornada en que el sol está iluminando gente en otra parte del mundo. Sí, dormía con el pantalón puesto.

El pequeño porcentaje restante, en que Matt y su inseparable amigo de tela estuvieron separados, podía resumirse en: duchas, zambullidas en el mar (su única otra prenda para la parte inferior de la cintura era un viejo short de baño) y luego de nuestra excursión al salar de Uyuni. Esa fue la única vez en el viaje en que lo vi preocupado. En este viaje nos intoxicamos a punto de estar dos días encerrados en un hostel, vomitando y tratando de no deshidratarnos, me robaron, se le rompió una cámara valiosísima, nos pararon policías y militares, se derrumbaron no una sino dos montañas frente a nuestro micro, hicimos cientos de kilómetros de viaje a través de una inundación y caminamos de noche perdidos por la selva… pero la única vez que Matt se puso serio fue cuando el cloruro del hermoso salar boliviano le manchó el pantalón de un blanco pálido y se lo dejó duro y quebradizo. Por alguna razón pensó que iba a quedar inutilizable, y lo lamentaba como a una moribunda y querida mascota. Le comenté que solo tenía que lavarlo en agua dulce, pero, en pleno duelo, no me escuchaba. Cuando finalmente pude convencerlo de al menos enjuagarlo, lo dejamos colgado en el techo de un viejo hotel, mientras él, en short de baño, completo silencio y cara de sala de espera, aguardaba el desenlace. Lo único que me dijo en el tiempo que tardó el pantalón en secarse y quedar como nuevo fue: “si puede volver a usarse, cuando el viaje termine voy a enmarcarlo y colgarlo en la pared”. No dudé ni por un segundo que iba a hacerlo.

Aclarando pertinentemente, Matt no es de esas personas que tiene su propio séquito de moscas orbitándole alrededor, ni se le dibujarían líneas ondulantes saliendo de él al caricaturizarlo. Su extraña costumbre no tenía absolutamente nada que ver con su higiene (o, como probablemente suponen, la falta de la misma). Se bañaba todas las veces que le era posible y lavaba su ropa cada vez que tenía oportunidad (la ropa, obviamente, no incluía a su pantalón, ya que lo estaba vistiendo). Hasta donde pude deducir, el motivo de que su jean oscuro haya sido su casi única trusa tenía más que ver con una practicidad que lo caracteriza en todos los aspectos de su personalidad. Matt es una persona frugal y pragmática, que transita la vida con poco equipaje (real y simbólico), pudiendo de esa forma vivirla con sencillez y soltura, otorgando verdadero valor a las cosas. Realizó un viaje de 90 días, por seis países y 21 ciudades, con su pantalón y un bolso pequeño (nada de esas mochilas gigantes de mochilero, supongo que si hubiese tenido una de esas, hubiese podido mudar su departamento completo), soportando calor, paspaduras y, sobre todo, burlas. Pero a Matt jamás le importó la opinión de los demás, solo pasar un buen momento. Divertirse. Generar una cantidad suficiente de recuerdos para sonreír al pensar en su vida. Parece algo sencillo de lograr, pero no lo es tanto. Después de todo, vivimos atravesados por la imagen que creemos dar, condicionados por lo que suponemos que el otro piensa de nosotros, cuando no tenemos la menor idea de lo que realmente pasa por la cabeza de los demás. Creemos, con el tipo más estúpido de egoísmo, que somos los protagonistas de la historia universal. Que todo lo que pasó antes fue en preparación a nuestra llegada y lo que pase después, consecuencia de nuestros actos. Que vivimos juzgados por el mundo, que debemos lucir interesantes para el resto de la humanidad o moriremos solos, expulsados de una sociedad demandante y prejuiciosa. En realidad no es tan así, es peor. Bah, o mejor. Un poco de ambas, en realidad. Al resto del mundo no le importás en lo más mínimo. Si desaparecieses en este instante, el planeta seguiría girando sin siquiera una arritmia, solo una muy pequeña nube de dolor, emitida por tus seres queridos y disipada rápidamente por acontecimientos cotidianos. Y si bien suena desesperanzador, te da una libertad que por lo general uno cree no tener. Al mundo no le importa lo que hagas, así que hacé lo que quieras. Lo que te haga bien. Las personas y experiencias correctas aparecen cuando uno es honesto consigo mismo.

Todo eso deducía al ver a Matt diariamente con su pantalón casi tatuado. Sí, admito que hubo muchos viajes largos y uno tenía demasiado tiempo libre para filosofar estupideces, pero a veces, mientras arrastraba mi pesada valija por calles desparejas y empinadas, o cuando veía que estaba lleno de ropa que no me cambiaba en lo que realmente importa, ni servía para acercarme a los demás, reflexioné si la de mi amigo no era realmente la mejor forma de vivir.



Dos años más tarde, viajé a Nueva York a conocer la ciudad y visitar a Matt, a quien no veía desde nuestra travesía sudamericana.  Mientras me dirigía a su casa, deslumbrado por las maravillas de la ciudad y tratando de no perderme en un subte con más combinaciones y colores que un cubo Rubik, recordaba nuestra aventura, evocando con una sonrisa el desinteresado comportamiento sartorial de mi amigo. Concluí que, aun en toda su practicidad, probablemente terminó dándole valor simbólico a sus pantalones. Después de todo, fueron el compañero de viaje con los que compartió todas sus aventuras y que juró inmortalizar luego del revelador periplo. Una picazón de celos me incomodó un instante y desapareció rápidamente, dejándome incómodo y ridículo.

Nos abrazamos afectuosamente, felices por el reencuentro. Su departamento era un fiel reflejo de su personalidad: funcional y despojado. En la casa de Matt, un minimalista pensaría que falta colgar uno que otro adornito. Lo primero que hice al entrar fue buscar el pantalón, enmarcado y colgado en la pared, pero no lo vi por ningún lado.

Hey, Matt, ¡no colgaste el pantalón!

Rio, y sacudiendo la cabeza respondió:

¡Por supuesto que no! No estoy loco.

Un poco desilusionado bajé la mirada, y ahí lo vi:

Lo tenía puesto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario