domingo, 5 de noviembre de 2017

Q.E.P.D., CHEI

Los autos llegaban en intervalos espaciados. Probablemente les costaba encontrar la entrada de la enorme estancia patagónica. Los visitantes estacionaban cerca del casco, próximos uno al otro, como para poder apoyarse entre ellos al salir de los coches camino al salón.

No importaba ni la capacidad de volar, ni la de correr a velocidades inverosímiles, un poco por respeto, un poco porque la noticia los había invalidado, todos los concurrentes caminaban lentamente al velorio. Los trajes de colores brillantes, o las armaduras cubiertas de adminículos tan mortales como útiles, habían sido remplazados por sobrias piezas de sastrería que, si bien estaban hechas a medida, por pudor, no marcaban las curvas del usuario como sus ropas habituales.

El hermano y el padrino habían abandonado la ceremonia apenas vieron los restos. El caballo del difunto, vuelto al salvajismo en su intuición de lo sucedido, había permitido que lo montasen y los había llevado al medio de la nada, para que pudieran embriagarse y arrepentirse de los miles de caprichos y jugarretas, en la soledad del campo.

Dentro de la casa, las miles de anécdotas compartidas quedaban ahogadas en el dolor, y el silencio era casi tangible, salvo por el llanto desconsolado de la nodriza, la madre más real de las madres, que permanecía inamovible, abrazada al cajón.

Sus clásicas ropas, cómodas y reconocibles, habían sido reemplazadas por el traje que su pueblo reservaba a alguien de la nobleza. Lo único que permanecía era la pluma en su frente, corona suficiente para alguien de su humildad y objeto tan preciado que ni desde el más allá hubiese dejado que se lo quiten.
Su tribu, dueños y señores de esas tierras, perdían con su partida al último de su linaje. Los tehuelches desaparecían. Patoruzú había muerto.

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