lunes, 3 de noviembre de 2014

En el puerto


Había acontecido con la rapidez de algo que maceró durante años. Un largo período de represión, entropía en segundos. Bárbara dejó la puerta de calle abierta y caminó hacia el puerto.

Ahora esperaba en su banco preferido y contemplaba los cientos de barcos amarrados en el muelle. Colores movedizos e intercambiables, flotando indiferentes. Aunque sabía que no era cierto, sentía que tenía todo el tiempo del mundo y le parecía que los demás se movían a alta velocidad. Miraba a la gente correr al trabajo, a la facultad, a una reunión. Los turistas apresurados, tomando fotos y sonriendo. Gente llegando tarde a todos lados. En uno de los barcos alguien cantaba. Sonrió.


Tomó su billetera, la abrió y sacó un papel doblado, escondido en el fondo de un bolsillo. Tuvo ese papel por años y jamás lo había sacado ni para mirarlo. Lo desdobló, leyendo el número escrito en él con detenimiento, como si fuera una extraña ecuación. Sacó el teléfono del bolsillo, marcó el número anotado y esperó. La invadía la particular calma de estar jugando sus últimas cartas, sabiendo de antemano el resultado de la partida.

“¿Hola?”, dijo una voz del otro lado de la línea y del tiempo.
“¿Clara?”
“Sí, ¿quién habla?”
“Clara, gracias por todo lo que hiciste por mí. Debería haber aprendido que tratar de hacer feliz a los demás como prioridad, a veces evita que uno lo sea. Pero solo atesoré nuestros momentos pensando que iban a ser suficientes para soportar todo. No lo fueron, Clara. No lo fueron”.
Del otro lado de la línea, silencio por unos segundos. Luego:
“¿Bárbara?”

Bárbara cortó. Se acercaban los patrulleros y no quería que su vieja amiga escuchara las sirenas.

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