GABRIEL LOSA – gabi.losa@glasgou.com - 19:17 (hace 5
minutos)
Para: Matthew D., Juan R., Salomé C.
“Re: Casa Thames :( ”
Hola, chicos.
Buenas tardes. O buenos días, o
buenas noches; no sé bien qué hora es donde está cada uno (pensar que me sabía
esas cosas de memoria cuando apenas se fueron). Los molesto para chequear si recibieron
mi mail de hace unas semanas. Les contaba que pasé por Casa Thames
(si estaba cerca, siempre me desviaba unas cuadras para pasar por la puerta) y
vi un cartel de “vendido” en la pared, con el ominoso anuncio de que iban a
convertir el lugar en una de esas torres sin personalidad que se propagan por
la ciudad.
¿Vieron ese mail? Les soy
sincero, ese día medio que perdí los cabales. Traté de tranquilizarme, pero se
me hacía difícil. Se me hacía difícil dormir, concentrarme, llevar una vida
normal… mi cabeza siempre volvía al tiempo en esa casa enorme donde nos
conocimos y compartimos estudio, idiomas, fiestas y aventuras. Si bien ya hace
años que volvieron a sus países, creía que mientras la casa estuviera ahí, iba
a haber una segunda vuelta. Y al ser el único que quedó en la ciudad, me sentía
el guardián del lugar. Al ver que Casa Thames iba a desaparecer, sentí que
había fallado, que se me escapaba de las manos la posibilidad de volverlos a
ver y de experimentar nuevamente esos buenos momentos. Al ver el “vendido”, ya
no podía hacer nada para evitar que desapareciera nuestro pedazo de Buenos
Aires.
¿O sí?
Impulsado por la memoria, enardecido por la sed de resarcimiento y, debo admitir, con demasiado tiempo libre en las manos, me puse a urdir un plan. Planeaba proteger la casa y convertirme en una especie de ángel vengador, haciendo justicia por todos los que pasamos por ese lugar buscando refugio. Estaba furioso. ¿Contra qué o quién? Realmente no lo sabía. Contra la gente con plata, por comprar el lugar. Contra la gente sin plata, por venderlo. Contra el tiempo, quizás. El tiempo que todo lo cambia y a todo le pone fecha de vencimiento.
Impulsado por la memoria, enardecido por la sed de resarcimiento y, debo admitir, con demasiado tiempo libre en las manos, me puse a urdir un plan. Planeaba proteger la casa y convertirme en una especie de ángel vengador, haciendo justicia por todos los que pasamos por ese lugar buscando refugio. Estaba furioso. ¿Contra qué o quién? Realmente no lo sabía. Contra la gente con plata, por comprar el lugar. Contra la gente sin plata, por venderlo. Contra el tiempo, quizás. El tiempo que todo lo cambia y a todo le pone fecha de vencimiento.
Fui a la municipalidad, a
consultar qué se podía hacer. Nombrar edificio histórico a la casa, o algo
parecido. Me dijeron que saque número y lo consultara. Largas horas después,
mientras algunos ya se preparaban para pasar la noche en el lugar esperando su
turno, me llamaron a la ventanilla. Me dijeron que había sacado el número
equivocado, que debía regresar al día siguiente, volver a sacar número y llevar
una ridícula cantidad de documentación de la casa, entre la que creo figuraba
hasta la libreta vacunación del asistente del arquitecto que diseñó los
planos décadas atrás.
Intente pedir plata, al menos
para hacer una oferta que demore el proceso, pero los bancos me consideran poco
viable, mi familia dice “equivocado” cada vez que me atienden el teléfono y los
“prestamistas privados” vieron que como deudor no valía la pena ni para
romperme las piernas.
Le escribí una carta al
comprador, contándole miles de nuestras anécdotas felices, y lo insté a
conservar el edificio, priorizando la historia, la identidad y la arquitectura
del barrio, sobre los millones de pesos que podía darle la maniobra inmobiliaria.
Al día siguiente vi en las noticias que el tipo estaba internado, aunque fuera
de peligro. Se había ahogado de la risa.
Hasta quise hacer una huelga de
hambre, encadenado al árbol de la vereda. ¿Se acuerdan de ese árbol? Me
encadené ahí, pidiendo firmas para frenar la demolición. Junté pocas, la
mayoría de viejitas del barrio que se acercaban, más que nada, para decirme que
estaba muy flaco y para ver si había comido ese día. Al rato caían con un plato
de guiso o un poco de pastel de papas. “¡Señora, estoy en una huelga de
hambre!”, les gritaba, pero sólo sonreían, sacudían la cabeza y me arrimaban el
plato. Debo admitir, avergonzado, que cocinan como los dioses y que la huelga
de hambre duró poco.
Un día antes de que los obreros
llegaran con sus herramientas, hice el último y desesperado intento: fui de compras a la carnicería del barrio y cuando oscureció pinté con sangre unos
símbolos extraños en la pared de la casa, prendí unas velas negras, que dejé en
el umbral, desparramé plumas y puse un pollo clavado en la puerta. Al llegar
los obreros el día siguiente no le dieron pelota a los símbolos, usaron una de las velas para prender un fuego e hicieron el pollo a la parrilla. Imaginaron que era
un regalo de bienvenida del capataz, quien se adjudicó el presente aunque no
probó bocado.
En vista de tantos tiros por la
culata, desistí de agujerearles un caño por miedo a que, gracias a mí,
encuentren petróleo.
Intenté todo, chicos. Todo
realmente. Unos días después del infructuoso intento de asustar a los obreros
con una deliciosa macumba asada con limón, intuyendo y con una especie de masoquismo
inconsciente, volví a pasar por la puerta de nuestro viejo hogar.
No estaba más.
Se veía una porción de cielo que antes
eclipsaba la construcción, pequeñas pilas de escombros en los que no podía
reconocer las paredes que me albergaron y un montón de gente, apiñada mirando
algo que no llegaba a distinguir desde la vereda de enfrente. Casa Thames había
desaparecido, derribada a golpes por brazos mecánicos.
Crucé la calle y, mientras me
acercaba, noté que la gente amontonada rodeaba a un tipo de sonrisa acalambrada
que sostenía una pala tan torpemente que no hacía falta ver sus manos
manicuradas, o su traje de cinco cifras, para notar que jamás había hecho un
pozo en su vida. Detrás de él, un cartel decía: “Soho XXI - Gran Inauguración:
2016”. En ese momento una claridad me invadió: él era el culpable. Un contador
de billetes, incapaz de reír y con la mirada llena de desinterés. No los
obreros, no los que fuesen a comprar los departamentos… él.
Avancé, metiéndome entre la
gente. Algunas viejas de barrio me saludaron con ternura y me dijeron, complacidas,
que estaba más gordito y que eso las alegraba. Llegué fácilmente a la primera
fila. Me agaché y tomé una piedra de entre una pequeña montaña cascotes. El
tipo, a pocos metros delante de mí, ignoraba todas las cosas que pasaron en ese
lugar. Ignoraba también, que un loco entre la multitud estaba a punto de
reconstruirle la cara.
Miré la piedra. En ese momento me
pareció poético llevar a cabo mi venganza con una parte de mi viejo hogar. Bah,
en ese instante de represalia un arco y flecha, o una bazooka también me
hubiesen parecido líricos. Fijé mi vista en el causante de todas mis desgracias,
apreté los dientes y dando un grito de furia lancé con todas mis fuerzas.
Le erré fiero.
La piedra pasó a metros del pobre
hombre y fue a parar al fondo del terreno, más o menos donde estaba la parrilla.
¿Recuerdan la parrilla? Mientras me metían al patrullero escuché que la gente aplaudía:
probablemente al nuevo dueño, que finalmente había dado su palada simbólica;
tal vez a la policía, que se llevaba al desequilibrado. Mi torpe acto de
rebeldía ya quedaba en el pasado.
Esto fue hace un par de días.
Estuve detenido hasta hoy, por intento de lesiones. Por suerte el policía del
barrio era un viejo conocido y si bien me llevó detenido, “más que nada por
boludo”, me dejó ir luego del tramiterío del caso y unas noches en el calabozo
para refrescar la mente y poner en orden la conciencia.
Pensé mucho, pero ya no tanto en
los viejos tiempos; sino en toda la energía usada para tratar de vivir anclado
en recuerdos, mientras el destino parecía burlarse de todos mis intentos (¿o,
quizás, trataba de darme un mensaje?). También reflexioné sobre lo peligrosa
que es la comodidad y en que atrás de una ola siempre viene otra. O, al menos,
eso espero. Todo esto mientras me moría de frío, de hambre, de sueño y evitaba
que un skinhead gigante llamado Ramón me tome demasiado cariño. Fue un período
revelador, realmente.
¿Ustedes bien? Hagamos un Skype
pronto. Si quieren, hablamos de otra cosa.
Les mando un abrazo desde Buenos
Aires.
Gabriel
- - - - - - - - - -
El 25 de Enero, 22:38 (hace 47 días), GABRIEL LOSA - <gabi.losa@glasgou.com
>
Para: Matthew D., Juan R., Salomé C.
“Casa Thames :( ”
¡Chicos, malas noticias!
. . .
Así debe ser, oh sabios amigos (…). El cable que los unía se cortó. El
imán que los atrajo ha perdido su virtud. Algún extraño será el propietario de
la casa, algún familiar sin alegría (…). Es mejor que este símbolo de amistad
santa, esta buena casa de fiestas y luchas, de amor y consuelo, muera (…) en un
último y glorioso asalto desesperado a los dioses.
John Steinbeck – TORTILLA FLAT
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