domingo, 12 de abril de 2015

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GABRIEL LOSA – gabi.losa@glasgou.com - 19:17 (hace 5 minutos)
Para: Matthew D., Juan R., Salomé C.
“Re: Casa Thames :( ”

Hola, chicos.
Buenas tardes. O buenos días, o buenas noches; no sé bien qué hora es donde está cada uno (pensar que me sabía esas cosas de memoria cuando apenas se fueron). Los molesto para chequear si recibieron mi mail de hace unas semanas. Les contaba que pasé por Casa Thames (si estaba cerca, siempre me desviaba unas cuadras para pasar por la puerta) y vi un cartel de “vendido” en la pared, con el ominoso anuncio de que iban a convertir el lugar en una de esas torres sin personalidad que se propagan por la ciudad.
¿Vieron ese mail? Les soy sincero, ese día medio que perdí los cabales. Traté de tranquilizarme, pero se me hacía difícil. Se me hacía difícil dormir, concentrarme, llevar una vida normal… mi cabeza siempre volvía al tiempo en esa casa enorme donde nos conocimos y compartimos estudio, idiomas, fiestas y aventuras. Si bien ya hace años que volvieron a sus países, creía que mientras la casa estuviera ahí, iba a haber una segunda vuelta. Y al ser el único que quedó en la ciudad, me sentía el guardián del lugar. Al ver que Casa Thames iba a desaparecer, sentí que había fallado, que se me escapaba de las manos la posibilidad de volverlos a ver y de experimentar nuevamente esos buenos momentos. Al ver el “vendido”, ya no podía hacer nada para evitar que desapareciera nuestro pedazo de Buenos Aires.
¿O sí?

Impulsado por la memoria, enardecido por la sed de resarcimiento y, debo admitir, con demasiado tiempo libre en las manos, me puse a urdir un plan. Planeaba proteger la casa y convertirme en una especie de ángel vengador, haciendo justicia por todos los que pasamos por ese lugar buscando refugio. Estaba furioso. ¿Contra qué o quién? Realmente no lo sabía. Contra la gente con plata, por comprar el lugar. Contra la gente sin plata, por venderlo. Contra el tiempo, quizás. El tiempo que todo lo cambia y a todo le pone fecha de vencimiento.

Fui a la municipalidad, a consultar qué se podía hacer. Nombrar edificio histórico a la casa, o algo parecido. Me dijeron que saque número y lo consultara. Largas horas después, mientras algunos ya se preparaban para pasar la noche en el lugar esperando su turno, me llamaron a la ventanilla. Me dijeron que había sacado el número equivocado, que debía regresar al día siguiente, volver a sacar número y llevar una ridícula cantidad de documentación de la casa, entre la que creo figuraba hasta la libreta vacunación del asistente del arquitecto que diseñó los planos décadas atrás.
Intente pedir plata, al menos para hacer una oferta que demore el proceso, pero los bancos me consideran poco viable, mi familia dice “equivocado” cada vez que me atienden el teléfono y los “prestamistas privados” vieron que como deudor no valía la pena ni para romperme las piernas.
Le escribí una carta al comprador, contándole miles de nuestras anécdotas felices, y lo insté a conservar el edificio, priorizando la historia, la identidad y la arquitectura del barrio, sobre los millones de pesos que podía darle la maniobra inmobiliaria. Al día siguiente vi en las noticias que el tipo estaba internado, aunque fuera de peligro. Se había ahogado de la risa.
Hasta quise hacer una huelga de hambre, encadenado al árbol de la vereda. ¿Se acuerdan de ese árbol? Me encadené ahí, pidiendo firmas para frenar la demolición. Junté pocas, la mayoría de viejitas del barrio que se acercaban, más que nada, para decirme que estaba muy flaco y para ver si había comido ese día. Al rato caían con un plato de guiso o un poco de pastel de papas. “¡Señora, estoy en una huelga de hambre!”, les gritaba, pero sólo sonreían, sacudían la cabeza y me arrimaban el plato. Debo admitir, avergonzado, que cocinan como los dioses y que la huelga de hambre duró poco.
Un día antes de que los obreros llegaran con sus herramientas, hice el último y desesperado intento: fui de compras a la carnicería del barrio y cuando oscureció pinté con sangre unos símbolos extraños en la pared de la casa, prendí unas velas negras, que dejé en el umbral, desparramé plumas y puse un pollo clavado en la puerta. Al llegar los obreros el día siguiente no le dieron pelota a los símbolos, usaron una de las velas para prender un fuego e hicieron el pollo a la parrilla. Imaginaron que era un regalo de bienvenida del capataz, quien se adjudicó el presente aunque no probó bocado.
En vista de tantos tiros por la culata, desistí de agujerearles un caño por miedo a que, gracias a mí, encuentren petróleo.

Intenté todo, chicos. Todo realmente. Unos días después del infructuoso intento de asustar a los obreros con una deliciosa macumba asada con limón, intuyendo y con una especie de masoquismo inconsciente, volví a pasar por la puerta de nuestro viejo hogar.
No estaba más.
Se veía una porción de cielo que antes eclipsaba la construcción, pequeñas pilas de escombros en los que no podía reconocer las paredes que me albergaron y un montón de gente, apiñada mirando algo que no llegaba a distinguir desde la vereda de enfrente. Casa Thames había desaparecido, derribada a golpes por brazos mecánicos.
Crucé la calle y, mientras me acercaba, noté que la gente amontonada rodeaba a un tipo de sonrisa acalambrada que sostenía una pala tan torpemente que no hacía falta ver sus manos manicuradas, o su traje de cinco cifras, para notar que jamás había hecho un pozo en su vida. Detrás de él, un cartel decía: “Soho XXI - Gran Inauguración: 2016”. En ese momento una claridad me invadió: él era el culpable. Un contador de billetes, incapaz de reír y con la mirada llena de desinterés. No los obreros, no los que fuesen a comprar los departamentos… él.
Avancé, metiéndome entre la gente. Algunas viejas de barrio me saludaron con ternura y me dijeron, complacidas, que estaba más gordito y que eso las alegraba. Llegué fácilmente a la primera fila. Me agaché y tomé una piedra de entre una pequeña montaña cascotes. El tipo, a pocos metros delante de mí, ignoraba todas las cosas que pasaron en ese lugar. Ignoraba también, que un loco entre la multitud estaba a punto de reconstruirle la cara.
Miré la piedra. En ese momento me pareció poético llevar a cabo mi venganza con una parte de mi viejo hogar. Bah, en ese instante de represalia un arco y flecha, o una bazooka también me hubiesen parecido líricos. Fijé mi vista en el causante de todas mis desgracias, apreté los dientes y dando un grito de furia lancé con todas mis fuerzas.
Le erré fiero.
La piedra pasó a metros del pobre hombre y fue a parar al fondo del terreno, más o menos donde estaba la parrilla. ¿Recuerdan la parrilla? Mientras me metían al patrullero escuché que la gente aplaudía: probablemente al nuevo dueño, que finalmente había dado su palada simbólica; tal vez a la policía, que se llevaba al desequilibrado. Mi torpe acto de rebeldía ya quedaba en el pasado.
Esto fue hace un par de días. Estuve detenido hasta hoy, por intento de lesiones. Por suerte el policía del barrio era un viejo conocido y si bien me llevó detenido, “más que nada por boludo”, me dejó ir luego del tramiterío del caso y unas noches en el calabozo para refrescar la mente y poner en orden la conciencia.
Pensé mucho, pero ya no tanto en los viejos tiempos; sino en toda la energía usada para tratar de vivir anclado en recuerdos, mientras el destino parecía burlarse de todos mis intentos (¿o, quizás, trataba de darme un mensaje?). También reflexioné sobre lo peligrosa que es la comodidad y en que atrás de una ola siempre viene otra. O, al menos, eso espero. Todo esto mientras me moría de frío, de hambre, de sueño y evitaba que un skinhead gigante llamado Ramón me tome demasiado cariño. Fue un período revelador, realmente.
¿Ustedes bien? Hagamos un Skype pronto. Si quieren, hablamos de otra cosa.
Les mando un abrazo desde Buenos Aires.

Gabriel

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El 25 de Enero, 22:38 (hace 47 días), GABRIEL LOSA - <gabi.losa@glasgou.com >
Para: Matthew D., Juan R., Salomé C.
“Casa Thames :( ”

¡Chicos, malas noticias!
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Así debe ser, oh sabios amigos (…). El cable que los unía se cortó. El imán que los atrajo ha perdido su virtud. Algún extraño será el propietario de la casa, algún familiar sin alegría (…). Es mejor que este símbolo de amistad santa, esta buena casa de fiestas y luchas, de amor y consuelo, muera (…) en un último y glorioso asalto desesperado a los dioses.

John Steinbeck – TORTILLA FLAT

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