martes, 31 de marzo de 2015

Horas doradas


Chiche abrió los ojos. Afuera, aún era de noche.  Miró el reloj digital de la mesa de luz y sonrió mientras se incorporaba. “Cuando llegas a esta edad, la vejiga es el más certero de los despertadores”, pensó mordaz. Se puso las pantuflas y se dirigió lentamente hacia el baño. No tardó mucho, pero al salir ya estaba completamente desvelado. Cada vez dormía menos, y eso lo preocupaba. No desde el punto de vista médico, sino porque el día tenía cada vez más horas para llenar. Puso la pava, preparó el mate, y se sentó en la mesa del comedor a ver el amanecer por la ventana.



Luego de enviudar, había vendido la casa en la que vivió toda su vida adulta, ya que los recuerdos le apretaran el pecho con engañosa similitud a un mal físico. Había repartido entonces el dinero con su hija (ya adulta y con su propia familia), y se había mudado solo al quinto piso de un edificio del centro de Santos Lugares. Desde ahí veía, entre amargo y amargo, como la gente corría a todos lados: al trabajo, a la escuela, a una reunión… todos apurados llegando tarde a todos lados. El sol empezaba a bañar la copa de los árboles y los techos de las casas, y sus rayos le hacían guiños desde las ventanas de los coches que pasaban. Cuando terminó la larga ronda unipersonal de mate, afuera ya era de día. Estaba despejado y cálido. Eso lo alegró, ya que iba a poder salir a dar un paseo. Llevaba una vida solitaria, pero trataba de ocupar el día con actividades que lo hicieran sentir bien. No tenía computadora, y la tele de hoy en día le parecía puros gritos e imágenes incomprensibles que cambiaban a toda velocidad. Sabía muy bien que cuando no tenés mucho para hacer, la mente es la que se pone a trabajar. Y en el caso de un jubilado de 78 años, viudo y lleno de recuerdos alegres pero vencidos, su mente no era de lo más alegre si se le proporcionaba quietud.

Lavó el mate, se puso ropa cómoda, y se encaminó a la salida. Sobre la mesa de entrada, junto a las llaves, descansaba un celular último modelo. Siempre cargado, siempre ignorado. Su hija se lo había comprado para que usara en caso de emergencia, pero ya se había olvidado de cómo funcionaba. Tomó las llaves, dejó el teléfono y salió a la calle a dar un paseo.  Saludaba a algunos comerciantes y a los vecinos que lo reconocían. De vez en cuando frenaba, cerraba los ojos y levantaba la cabeza, dejando que el sol le bañara la cara. Adoraba esos paseos y sufría cuando debía quedarse en casa porque llovía o hacía mucho frío. Le gustaba caminar sin rumbo por el barrio, disfrutando de no tener que ir a ningún lado.

Al volver al departamento, se dio una ducha rápida. Luego de su caída el año pasado, su hija lo había obligado a instalar una barra en la bañera; pero evitaba agarrarse de ella por una cuestión de orgullo. Al salir se preparó el almuerzo, tomó las primeras pastillas de una larga lista de medicamentos diarios y se acostó a dormir la siesta. En parte para recuperarse del madrugón y en parte para robarle un par de horas al día.

Despertó confundido y de mal humor. A veces, al despertar, no recordaba donde estaba, o se sorprendía de no encontrarse en su vieja casa con su esposa. Por lo general el desconcierto duraba pocos segundos, pero le preocupaba esa confusión. Hizo la anotación mental de comentárselo a su médico en la próxima visita y dejó de pensar en el tema.

Volvió a vestirse y se encaminó al club del barrio donde los jubilados jugaban al truco o al dominó. Por ahora solo se quedaba en un costado y miraba las partidas. Aun no lo habían invitado a jugar, y él no se decidía a pedirles, pero no se desanimaba; ya iba a llegar el momento. Luego de ver varios partidos y tomar un vermut solitario en el buffet, volvió a su casa. Cenó un mate cocido con leche y galletitas con queso crema, tomó otro par de pastillas (tenía la lista con horarios y nombres raros pegada en la heladera) y se acostó a escuchar la radio, pensando en que, por suerte, ya faltaba menos para el domingo.

El domingo es el día en que su hija lo visita con su yerno y sus nietas. Estas se aburrían cada vez más de estar ahí, pero esta vez se le había ocurrido algo para animarlas. Iba a pedirles que le enseñaran a usar el teléfono. Ellas se la pasaban jugando con esos aparatitos, por lo que seguro iba a agradarles la idea. Probablemente no iba a entender nada de lo que le dijeran, e iba a olvidarse de todo en cuestión de minutos, pero no le importaba. Ellas no iban a aburrirse tanto, y eso era más importante.


Reflexionó sobre la imprudencia de vivir sus restantes días quemando sus horas y esperando que lleguen los domingos, pero solo por unos segundos. Se quedó dormido finalmente, con una sonrisa llena de seguridad, pensando en sus nietas.

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