Chiche
abrió los ojos. Afuera, aún era de noche.
Miró el reloj digital de la mesa de luz y sonrió mientras se
incorporaba. “Cuando llegas a esta edad, la vejiga es el más certero de los
despertadores”, pensó mordaz. Se puso las pantuflas y se dirigió lentamente
hacia el baño. No tardó mucho, pero al salir ya estaba completamente desvelado.
Cada vez dormía menos, y eso lo preocupaba. No desde el punto de vista médico,
sino porque el día tenía cada vez más horas para llenar. Puso la pava, preparó
el mate, y se sentó en la mesa del comedor a ver el amanecer por la ventana.
Luego
de enviudar, había vendido la casa en la que vivió toda su vida adulta, ya que
los recuerdos le apretaran el pecho con engañosa similitud a un mal físico.
Había repartido entonces el dinero con su hija (ya adulta y con su propia
familia), y se había mudado solo al quinto piso de un edificio del centro de
Santos Lugares. Desde ahí veía, entre amargo y amargo, como la gente corría a
todos lados: al trabajo, a la escuela, a una reunión… todos apurados llegando
tarde a todos lados. El sol empezaba a bañar la copa de los árboles y los
techos de las casas, y sus rayos le hacían guiños desde las ventanas de los
coches que pasaban. Cuando terminó la larga ronda unipersonal de mate, afuera
ya era de día. Estaba despejado y cálido. Eso lo alegró, ya que iba a poder
salir a dar un paseo. Llevaba una vida solitaria, pero trataba de ocupar el día
con actividades que lo hicieran sentir bien. No tenía computadora, y la tele de
hoy en día le parecía puros gritos e imágenes incomprensibles que cambiaban a
toda velocidad. Sabía muy bien que cuando no tenés mucho para hacer, la mente
es la que se pone a trabajar. Y en el caso de un jubilado de 78 años, viudo y
lleno de recuerdos alegres pero vencidos, su mente no era de lo más alegre si
se le proporcionaba quietud.
Lavó
el mate, se puso ropa cómoda, y se encaminó a la salida. Sobre la mesa de
entrada, junto a las llaves, descansaba un celular último modelo. Siempre
cargado, siempre ignorado. Su hija se lo había comprado para que usara en caso
de emergencia, pero ya se había olvidado de cómo funcionaba. Tomó las llaves,
dejó el teléfono y salió a la calle a dar un paseo. Saludaba a algunos comerciantes y a los
vecinos que lo reconocían. De vez en cuando frenaba, cerraba los ojos y
levantaba la cabeza, dejando que el sol le bañara la cara. Adoraba esos paseos
y sufría cuando debía quedarse en casa porque llovía o hacía mucho frío. Le
gustaba caminar sin rumbo por el barrio, disfrutando de no tener que ir a
ningún lado.
Al
volver al departamento, se dio una ducha rápida. Luego de su caída el año
pasado, su hija lo había obligado a instalar una barra en la bañera; pero
evitaba agarrarse de ella por una cuestión de orgullo. Al salir se preparó el
almuerzo, tomó las primeras pastillas de una larga lista de medicamentos
diarios y se acostó a dormir la siesta. En parte para recuperarse del madrugón
y en parte para robarle un par de horas al día.
Despertó
confundido y de mal humor. A veces, al despertar, no recordaba donde estaba, o
se sorprendía de no encontrarse en su vieja casa con su esposa. Por lo general
el desconcierto duraba pocos segundos, pero le preocupaba esa confusión. Hizo
la anotación mental de comentárselo a su médico en la próxima visita y dejó de
pensar en el tema.
Volvió
a vestirse y se encaminó al club del barrio donde los jubilados jugaban al
truco o al dominó. Por ahora solo se quedaba en un costado y miraba las
partidas. Aun no lo habían invitado a jugar, y él no se decidía a pedirles,
pero no se desanimaba; ya iba a llegar el momento. Luego de ver varios partidos
y tomar un vermut solitario en el buffet, volvió a su casa. Cenó un mate cocido
con leche y galletitas con queso crema, tomó otro par de pastillas (tenía la lista
con horarios y nombres raros pegada en la heladera) y se acostó a escuchar la
radio, pensando en que, por suerte, ya faltaba menos para el domingo.
El
domingo es el día en que su hija lo visita con su yerno y sus nietas. Estas se
aburrían cada vez más de estar ahí, pero esta vez se le había ocurrido algo
para animarlas. Iba a pedirles que le enseñaran a usar el teléfono. Ellas se la
pasaban jugando con esos aparatitos, por lo que seguro iba a agradarles la
idea. Probablemente no iba a entender nada de lo que le dijeran, e iba a
olvidarse de todo en cuestión de minutos, pero no le importaba. Ellas no iban a
aburrirse tanto, y eso era más importante.
Reflexionó
sobre la imprudencia de vivir sus restantes días quemando sus horas y esperando
que lleguen los domingos, pero solo por unos segundos. Se quedó dormido
finalmente, con una sonrisa llena de seguridad, pensando en sus nietas.
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