martes, 8 de agosto de 2017

El desenlace del dinosaurio

Con esa media sonrisa que portamos los arrobados, miro fijo al amor de mi vida mientras recorro el mundo y me lleno de experiencias. Me es difícil ser más feliz que con ella. Recorro sus rincones más prohibidos en la soledad del hogar. Siempre abierta, lista a responder al roce de mis dedos. Aprendo, río, jamás deja de sorprenderme.
De repente, le consulto algo y se queda helada. Vuelvo a preguntar, no responde. El nudo que se empieza formar en mi estómago es aviso de lo inminente.
El dinosaurio.
Ese reptil infame de 8 bits, que aparece y anuncia mi terror máximo:
Me quedé sin internet.



Apago modem y router, dejo pasar unos segundos y vuelvo a prender todo. Nada. Las luces de los aparatos no me devuelven ni un guiño cómplice y el dinosaurio sigue mirando, imperturbable, desde el monitor. Los datos del celular son historia desde principios de mes. No tengo nada.
Se desvanece mi contacto con el mundo exterior, perdido por un capricho del azar, una falla técnica o la incapacidad de los idiotas de la empresa de Internet. Me siento desconectado de mi fuente de alegría; no exagero ni un poco al sentirlo así  y eso me llena de impotencia, vergüenza y, la verdad, también un poco de miedo.

Voy a la heladera, saco un alfajor, una pata de pollo y me sirvo un vaso de yogur de frutilla. Me siento en el sillón y lo como todo sin orden, mirando la nada. Trato de mentalizarme que de millennial no tengo nada, que viví más de la mitad de mi vida sin esa dosis de sobreinformación, pero no puedo evitar sentir que me falta un pedazo de mente. Ese donde está toda la data y la diversión. Miro el reloj, estuve conectado por horas (eufemismo para “anoche ni me acosté”). Fiel a mi estilo de manejo de crisis, decido hacer una siesta y esperar que todo se solucione solo.


Corro por el desierto.
Me muevo a todo lo que dan mis piernas, pero no tengo idea de por qué o para qué. De vez en cuando mi camino se cruza con un intimidante cactus, pero en vez de esquivarlo, aprovechando el vastísimo espacio del árido ecosistema, lo salto. Cuando le empiezo a agarrar la mano al ejercicio, veo caer del cielo una bestia alada que se me abalanza a toda velocidad. Me zambullo de panza al suelo y la escucho zumbar justo sobre mi cabeza. Estuvo cerca.
Corro suficiente tiempo y se hace de noche. Los obstáculos se hacen más frecuentes. La bestia alada parece una especie de pterodáctilo, los cactus cada vez son más altos. No encuentro sentido, no paro un segundo. Entiendo que jamás voy a lograr lo que carajo sea que tengo que hacer y que si la felicidad está en el camino y no en la meta, mi felicidad tiene el suficiente humor negro como para disfrazarse de persecución infinita por el desierto, intentando no morir clavado en una planta o picoteado por un bicho prehistórico. Cuando el siguiente cactus se me viene encima sonrío y acelero.

Cuando despierto, el dinosaurio todavía está ahí. Te maldigo, Monterroso. A vos y a tu visión profética del infierno 2.0.
Camino la casa, lavo los platos sucios, me preparo un sánguche. Se me acaba la paciencia más rápido que a padre de tres, pegado a la bocina en un peaje volviendo de la costa, los pibes gritando en el asiento de atrás, pensando dónde corno habrá un Havanna abierto un domingo a esta hora porque se olvidó de comprar algo para llevar mañana a la oficina.
Busco una boleta para llamar a la empresa de Internet (qué primitivo me parece no poder googlear un número de teléfono) y consultar si hubo algún inconveniente en la zona, si el problema es de mi equipo, o si son dedicados esbirros de satán tratando de joderle la vida a la gente lo más fuerte que puedan. Pienso por un segundo: “¿Soy un hincha bolas? ¿No da esperar un rato más a ver si vuelve sola?”. Vuelvo de mi trance mental y veo que ya marqué y el teléfono está sonando.

“Bienvenido a Intersodom. Su mejor y única opción en servicios de Internet. Por Facturación, marque 1. Consultas administrativas, 2. Deepweb, 3. Aprender a borrar el historial, 4. Guía para distinguir cuál de los botones que dicen “descargue película aquí” es real y cuál le va a llenar la computadora de virus, 5. Recordar cómo se ingresa a Facebook, que usted seguro recuerda, lo que pasa es que sus hijos siempre le cambian todo en la computadora, 6. Consultas técnicas, 7. For English ass…
Marco 7. ´Para Elisa´. Una melodía de piano que imagino se eligió para mantener calmado al cliente, pero que logra todo lo contrario.
“Servicio técnico, buenos días, mi nombre es Alexis”.
“Hola Alexis, lo molesto porque…”
“¿Probó prendiendo y apagando el modem?”
“… no tengo internet. Ejem, sí, sí probé eso”.
“¿Y el router?”
“También”.
“No detectamos ningún problema en su zona. ¿Podría indicarme qué luces ve prendidas en este momento en ambos equipos?”
Se lo digo.
“Ups”, responde.
“¿Ups?”
“Un momento por favor”
Beethoven otra vez. Siempre que hago estos llamados pienso que la sordera del músico fue una desgracia con suerte, ya que las puteadas que le dedican a su pieza se deben escuchar desde la tumba.
“Disculpe la demora, señor, no detectamos ningún…”
“Perdón, Alexis, ¿acaba de hacer “ups”? ¿Antes de ponerme en espera sus recomendaciones fueron que apague y prenda el modem y el router, que mire un par de luces y cuando eso no funcionó la respuesta fue “ups”?”
“Señor…”
“¿Sí?”
“No es necesario ponerse nervioso”.
“¿Qué? No estoy nada nervioso, Alexis. El tema es que uno paga una fortuna por un servicio de por sí mediocre…”
“Señor…”
“…y le gustaría que lo ayuden, ¿sabés?”
“Señor, le voy a pedir que no me grite”.
Sé que, por lo general, uno descarga frustraciones en quien no debe. También sé que Alexis es un empleado que no tiene nada que ver con las decisiones, ni la calidad técnica del servicio de la empresa, pero también sé que, probablemente, me esté tomando por boludo y no me gusta ni un poco.
“No estoy gritando, es el mismo tono de voz desde el comienzo de la llamada, cuando me sugeriste LAS DOS PELOTUDECES MÁS GRANDES DE LA HISTORIA. PODRÍAN PONER UNA ETIQUETA EN EL MODEM QUE DIGA ´APAGAR Y PRENDER EN CASO DE CORTE DE INTERNET´, CON UNA GUIA DE LUCES PARA VER CUANDO ANDA Y CUANDO NO, Y NOS AHORRARÍAMOS ESTA COMPLETA PÉRDIDA DE TIEMPO. AHORA SÍ ESTOY GRITANDO, ¿NOTÁS LA DIFERENCIA?”
Silencio del otro lado. Ese descargo tendría que haber sido satisfacción suficiente, tendría que haber cortado con  la dignidad intacta, pero los adictos somos personas débiles.
“Disculpame, no fue mi intención perder la compostura”. Quiero destruirle la laringe con mis propias manos, pero más quiero internet. “¿Qué se puede hacer entonces?”
“Podríamos programar la visita de un técnico para que revise sus equipos”.
“Está bien. Yo mañana no estoy, pero pasado…”
“¿Le queda bien el 2 de mayo?”
“¡PERO ESO ES DENTRO DE 20 DÍAS!”
“Señor…”
“Está bien, ¿a qué hora?”
“A las 10:30”.
“¿De la mañana?”
“Claro, señor”. Esa condescendencia en la voz…
“¡Pero cae martes!”
“Señor…”
Derrotado, acepto. Se despide cordial, su sadismo satisfecho. Sé que está sonriendo. La laringe, con mis propias manos.

Temblando de bronca e imposibilitado de quejarme en redes sociales, que es lo que hacemos en esta época en vez de romper todo, trato de recordar hobbies, pasatiempos, algo de lo que hacía para divertirme antes de la aparición del chupete electrónico del siglo XXI. Recurro al del siglo pasado por consuelo y prendo la tele: nada, nada, nada, ya lo vi, nada, ya lo vi, ya lo vi, nada, nada, nada. Apago. Me siento encerrado en casa, que ahora parece una cáscara vacía. Vuelvo a putear a Alexis y a Intersodom, mientras me saco el jogging y una remera que ya ni sé de qué color es, y me pongo ropa limpia. Recordando mi amor juvenil por la lectura, agarro el último libro que compré (hace años y aun sin abrir) y salgo a la calle.

Le parpadeo al sol que me pega en los ojos, el viento me molesta, mi cuerpo no entiende de temperaturas tan presentes. Camino un par de cuadras un tanto perdido hasta que doy con la plaza del barrio. Busco un banco para sentarme y leer un poco.  Intento concentrarme en el libro, pero me es imposible. Recuerdo haber devorado novelas en mi adolescencia; ahora, si no puedo chequear Twitter o ver alguna boludes en Youtube cada par de minutos, me aburro, pierdo el ritmo del relato y me salgo de la historia.
La plaza está llena de gente este fin de semana, atraídos por el clima agradable o, tal vez, la falta de internet en sus hogares. Los nenes y nenas se divierten en los juegos, mientras los padres los vigilan de reojo mientras charlan entre ellos. Gritos, risas, ladridos… vida. Todo extremadamente molesto y analógico.
Estoy a punto de irme, pensando en dormir otra siesta esquivando cactus y pajarracos, cuando la veo caminando por la vereda de enfrente. Esplendida, delicada, humana. Me preparo a perderla de vista, mientras sigo atornillado al banco, cuando la veo frenarse en el kiosko de la esquina.

No sé realmente que me impulsa a hacerlo, probablemente la sensación exagerada de sentir que no tengo mucho más para perder en este día fatídico, pero doy un salto y, de un pequeño trote, me acerco a la esquina. En el preciso momento en el que llego, ella se da vuelta para irse y casi chocamos.
“Ups”, dice. Así que es inteligente además de hermosa. Recuerdo, navegando entre una niebla de apps para conocer gente, de fotos con capas de filtros y ángulos tan beneficiosos como incómodos, y de más categorías de porno que habitantes en la tierra, lo vertiginoso que es mirar a los ojos a alguien sin unos y ceros de por medio.
Intento hablar, incluso llego a abrir la boca, pero me quedo helado. Siento que me es imposible decir algo inteligente sin antes verlo escrito y adornado con algún dato sacado de Wikipedia. Ensayo una sonrisa, pero se me desarma en los labios.
Como un pequeño milagro, la maniobra fallida parece dar resultado. La chica me mira, entre preocupada y divertida, y pregunta:
“¿Estás bien?”
Me muero de vergüenza, pero, estúpido o no, el escozor es demasiado real para ocultarlo o fingir que no es importante.
“Me quedé sin internet", digo bajito.
Sonríe. La miro fijo, tratando de encontrar rastros de burla en las curvas de la boca, pero parece un gesto real. Empático. Me siento un poco mejor.
“La radio de mi abuelo se quedó sin pilas", responde. "Justo salí a comprarle unas. Imagino que se debe sentir parecido, como perder contacto con el mundo, ¿no?". Extiende la mano y se presenta:
“Soledad”.
Reprimo una propuesta intempestiva de casamiento, mientras de mis recuerdos surge Micaela Garbarino en su bicicleta; esa que tenía un canasto floreado enorme delante del manubrio y un timbre que parecía vibrar en los lugares indicados. Micaela, pasando por el baldío del barrio, mientras perseguíamos una pelota e intentaba no ser demasiado obvio, debatiéndome entre parar de jugar para mirarla mejor o tratar de inventar una jugada mágica que me posicionara en su memoria. Recuerdo una carta de puño y letra, exudando perfume y promesas de una seriedad asombrosa para la edad. Se me viene a la mente un llamado al fijo, sabiendo que iba a atender el cancerbero del padre, juntando el valor de mil "holas" por chat, para pedir por ella. Todo con un nudo en la panza, que funcionaba de pellizco para mostrarte que lo que estabas a punto de hacer era tan valiente como real.
Estoy aterrado, pero se lo debo a mi joven interior. Junto aire y exhalo un:
"Perdón, tal vez esto es cualquiera, pero, ¿querés tomar un café, o algo?"
Sigue sonriendo, pero, esta vez, es una sonrisa apagada, ominosa. Sus ojos no comunican nada. No hay conexión.
"Te agradezco, pero tengo que llevarle las pilas a mi abuelo". La sonrisa vuelve a cambiar, pero, esta vez, no logro interpretarla.
"Además", agrega antes de darse vuelta y alejarse, "yo sí tengo internet".



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