martes, 4 de diciembre de 2018

9 Cuentos (como el libro de Salinger, pero más pedorro)


Cuando trascendió que el alcalde del enorme estado selvático arreglaría con una multinacional para construir una torre de telefonía celular en el medio del monte, el rechazo entre los habitantes fue absoluto. Los descendientes de los pobladores originarios eran temerosos a los cambios y preferían seguir viviendo en la precariedad de la agricultura, la pesca y el turismo agreste. Acercándose las elecciones, el político priorizó cuatro años más de mandato a ganar un poco de dinero y la torre jamás se construyó.

            Marina no tenía idea de nada de esto. Solo podía hacer fuerzas para no desmayarse, mientras miraba desesperada como su celular ignoraba, impasible, la consulta sobre la serpiente, y trataba de callar al guía que arrodillado frente a ella le aseguraba, en un español quebrado, que probablemente no fuera nada grave.

* * * *

             Guillermo nació y se crió en Barrio Norte, esquivando colectivos, transeúntes y mangueras de porteros. Y salvo un poco de sol colándose entre los edificios como una especie de Stonhenge urbano, o visitas esporádicas a los bosques de Palermo, la naturaleza le fue esquiva hasta la adultez, cuando conoció a Mercedes y esta lo llevó a conocer a sus padres al campo de donde ella era oriunda.
            Existen miles de razones por las que la gente hizo tratos con el diablo: riquezas, amores no correspondidos, perfeccionar un arte, la octava Libertadores... pero ninguna tan ridícula como la de Guillermo, que luego de no pegar un ojo toda la noche, entre mala sangre, Google y casi incendiar el balcón, le vendió el alma al Oscuro a cambio de la habilidad de prender como un campeón el fuego para el asado, intentando así congraciarse con sus suegros en ese primer almuerzo. La mañana fatídica en cuestión llegó a la estancia para comprobar, con un nudo de hielo en el estómago y escuchando risas que venían de quién sabe dónde, que sus suegros habían comprado ravioles.

* * * *

            “Usted se toma esta poción y el hombre de su vida caerá rendido a sus pies”.
            “¿Va a tener aun peor mal aliento?”
            “¡Mica, por diossss! Discúlpela, no se sabe comportar. ¿Lo dice en serio?”
            “Sí, un sorbito y asunto resuelto”.
            Ya en la calle:
            “Flor, dejate de joder. Debe ser agua sucia eso. Lo máximo que puede pasar es que tenga un poco de efecto placebo”.
            “¿De qué?”
            “Como pensás que el líquido te está ayudando te sugestiona a actuar como si lo hubiera hecho. Al esperar que te ayude a conquistar a Gonzalo, te va a dar la confianza para poder hablarle sin babearte como hacés habitualmente”.
            “¿Como el agua especial de Space Jam?”
            “Exacto”.
            Florencia le prometió a la amiga que tiraría la poción apenas llegara a la casa. Apenas cruzó el umbral se la tomó entera de un trago. La gastroenterocolitis fulminante la dejó doblada de dolor, en cama y con dieta estricta. Sus amigos la visitaron a ver como estaba: Micaela aprovechó para cagarla a pedos y Gonzalo para cuidarla y hacerle compañía.
            En su casa, la bruja sonreía en la oscuridad creyendo que sus poderes eran reales, loquísima.

* * * *

            Mi madre siempre usó el pollo entero en sus comidas. Los guisos, las sopas y las cazuelas debían alimentarnos a los cinco, mis padres, y sus tres hambrientos hijos varones, por lo que adentro de la olla no solo iba la carne, también los huesos y los menudos. El corazón y el estómago cotizaban alto, mientras que el hígado, probablemente por su consistencia blanda y arenosa, era dejado de lado y consumido por alguno de mis padres. La pelea definitiva era por quién se comía el cogote. El cuello del ave tenía un suspiro de carne, pero el hambre lo hacía delicioso.
           Si bien los huevos batidos con azúcar desaparecieron de mi casa apenas mi madre oyó hablar de salmonella, la noticia de que los pollos estaban llenos de hormonas de crecimiento, presuntamente nocivas, y que estas eran inyectadas por el cuello no levantó sospechas en su abultada agenda de "cosas que podrían llegar a matarnos" y, por lo tanto, no hizo mella en su cocina.
            Es por eso que les hablo hoy, con mis pechos, desproporcionadamente turgentes para un hombre de mi contextura, como prueba de que los pollos de criadero son perjudiciales y los insto a: primero, dejar de sacarme fotos quien sabe para qué y segundo, a consumir orgánico. Gracias.

* * * *

            La campana sonaba y los perros salivaban.
            Lo que Pavlov no notó hasta que fue demasiado tarde era que si bien estaba acertado en cuanto al condicionamiento, y a que lo hacían en respuesta a un estímulo, no era preparándose a comer el alimento balanceado que el científico les metía en la jaula, era imaginando que lo devoraban. En parte deseosos de volver a probar verdadera carne, en parte para finamente dejar de escuchar ese tintineo infernal que les perforaba los oídos.
            Esa mañana abrió la jaula con una sonrisa, imaginándose en Suecia recibiendo el Nobel. En una mano el plato de comida, en la otra la campanilla agitándose sin parar. Esa mañana los perros tuvieron suficiente.

* * * *

            Aun cayendo le pareció que la espera hasta estrellarse contra el suelo era demasiado larga.

* * * *

            Le pidió a una estrella fugaz dejar de ser tan mufa. Era un avión cayendo en picado.

* * * *

            Fiel reflejo de su padre, el anticristo era el bebé más hermoso y comprador de la nursery. Todo el mundo estaba a su disposición.
            Lo mismo pasó en la escuela, en la universidad, en campaña y durante la última de las guerras.

* * * *

            Siempre me pareció tan pintoresco como estúpido que algunos personajes de ficción tuvieran nombres que delataran sus intenciones, pasados o personalidades.
            Ejemplo: por si no es suficiente con el rictus consumido por la maldad, el maltrato generalizado a la gente que la rodea y los múltiples abrigos de piel de animal muerto... ¡la mina se llama Cruella de Vil! ¡Sé que es prejuicioso, pero vamos! Si me llamara Cruella de Vil haría lo imposible para distanciarme del estigma de mi nombre, no lo acentuaría de todas las formas posibles. Los perritos no tienen la culpa de todo el quilombo que se arma, pero los imbéciles de los dueños merecían que los hicieran abrigos a ellos.
            Otro ejemplo que me indignó a extremos violentos por lo obvio, lo desapercibido y, por sobre todo, lo premonitorio: Remus Lupin, de la saga Harry Potter. Su apellido es una deformación de la palabra lobo en latín (lupus) y su nombre es el de uno de los fundadores de Roma, que creció al cuidado de una loba. ¿Qué es el tipo? Un hombre lobo. Además, no es que se cambió el nombre una vez que lo maldijeron de licantropía, ¡se llamaba así de antes! ¿Qué onda, el hombre lobo que lo mordió andaba buscando a alguien con un nombre acorde? Encima en la escuela, salvo los que sabían de antemano, NADIE sospecha que el tipo es un hombre lobo. Es una escuela prestigiosísima, con estudiantes de primer nivel, ¿nadie sabe latín, historia, mitología o no es un boludo? Aunque viendo toda la saga, donde aprenden diez mil pelotudeces pero jamás algo útil en la vida real, donde finalmente VIVEN LOS MAGOS, no me sorprende que se les escaparan esas cosas.

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