lunes, 4 de diciembre de 2017

UPENDO

Dejame empezar por lo obvio: sé que hice todo mal.
No voy a intentar justificarme, ni buscar empatía tratando de convencerte de que hubieses hecho lo mismo en mi lugar. Porque aunque sé que hubieses hecho lo mismo, o parecido, como no estás en mi lugar debo parecerte un loco. O un estúpido. Ojo, ambas me caben.
¿Por qué lo hice? Un poco de todo: celos, ego… amor. Sí, lo sé, es re cursi, pero es la verdad. Haríamos cualquier estupidez por una mujer. Mirá a Menelao, mandando a miles de personas a la muerte por culpa de una mujer. ¿Te sorprendí, eh? Terminé la nocturna hace poco y, por ahora, me acuerdo de esas cosas. Me estoy yendo por las ramas, lo sé. Creía hacerlo por amor y me salió mal por falta de instinto. Los seres humanos somos los únicos animales que perdimos el instinto. ¿No lo notaste? O sea, tenemos la capacidad de razonar, pero cuando las papas queman, ¿de qué nos sirve? El cerebro hace cortocircuito y chau. Cuando estás muerto de miedo, o enamorado, ni te digo si son las dos al mismo tiempo, el cerebro no sirve de nada, y el instinto se nos perdió en algún momento de la evolución, supongo que cuando alguien empezó a vendernos la comida en vez de salir a buscarla nosotros.
Estuve en el hospital unas semanas, entre transfusiones y algunas vacunas, y ahora me dieron el alta. Como te dije, no voy a tratar de justificarme, solo voy a contar lo que pasó y esperar que esta historia sea de utilidad para alguien más.


Esa mañana llegué al zoológico mientras amanecía. Mis jefes querían que le dijéramos EcoParque, pero me parecía una careteada. Bueno, llegué temprano así, mientras preparaba los pedidos del día, estaba un rato con ella antes de que cayera el resto de los empleados y abriéramos al público. Éramos los únicos del primer turno, Malena en limpieza y yo en mantenimiento; ambos del interior, más o menos recién llegados. Antes de que llegara el resto, desayunábamos, charlábamos un poco y nos tirábamos onda. O eso creía. Malena era de las chicas más peligrosas para mí y todos los pibes tímidos del mundo: las que son tan, pero tan copadas, que no sabés si son buena onda o tienen buena onda con vos. Ese día venía medio maquinando,  habíamos chateado la noche anterior y de la nada había desaparecido. Quería asegurarme que sólo se había quedado dormida. Tampoco me había escrito esa mañana deseándome buen día o contándome que no aguantó el sueño. En el colectivo había chequeado el celu varias veces, pero nada, sólo mi media docena de “hola?” de ayer, sin respuesta.
La busqué en el banco frente a la lagunita de los patos donde a veces colgábamos a charlar y por algunos de los senderos, pero no la encontré. No quería quemarle la cabeza llamándola y ella todavía no había visto mis mensajes de la noche anterior, así que decidí empezar a trabajar y si me la cruzaba, mejor.

Salí del vestuario chequeando las Órdenes de Trabajo que me habían dejado pegadas en mi casillero. El jefe de mantenimiento me encargaba las tareas del día de esa forma porque yo estaba acostumbrado a llegar con la salida del sol y el tipo aparecía por el trabajo cuando el sol ya empezaba a mirar la hora de reojo. Trabajaba de lo que llaman “múltiple”. Básicamente, arreglaba cosas: soldaba rejas, ataba alambrados, enderezaba bancos, colgaba carteles. Cualquier trabajo que requiriese una mano hábil con las herramientas.
Me gustaba trabajar en el zoológico. Me había acostumbrado rápido a los olores y los ruidos, y prefería mil veces eso a la histeria de las bocinas y a todo el mundo buscando agarrarse a piñas por un centímetro de vereda en el microcentro. Además, desde el primer día quedé fascinado con los animales. No soy tonto, pero bocha de horas de dibujos animados, donde los bichos hablan, comen con cubiertos, manejan autos y se hacen jodas, le empiezan a atrofiar las ideas a uno. Trabajar ahí me había devuelto a la realidad: los animales son amorales, salvajes e instintivos. Punto. En lo único en lo que coinciden con los de la tele, salvo con esos que se comen el túnel pintado en la pared de la montaña, es que son muy inteligentes.
Caminaba entre los hábitats, disfrutando del sol de la mañana, y viendo a algunos de los animales despertarse y a otros irse a dormir. Al llegar a la zona de los predadores africanos frené. Presté atención. ¿Viste cuando uno nota que falta algo, pero no se da cuenta qué? Así estuve unos segundos, hasta que lo vi. Bah, hasta que no lo vi.
Por lo general, a esa hora, Upendo, el león macho, descansaba sobre una piedra plana que sobresale en el centro de su hábitat. No solo no estaba sobre la piedra, ni en su cueva, que iluminaba el sol y se notaba vacía, sino que uno de los paneles del hábitat estaba caído y dejaba espacio más que suficiente para escapar. Volví a mirar con cuidado cada centímetro de jaula. Nada. Lo último relativamente consciente que pensé ese día fue: una bestia de 180 kilos de músculo y dientes anda suelta por el zoológico.
Mi cerebro se paralizó. Necesitaba que algo más… primario se hiciera cargo y me llevase lo más rápido posible a la salida. ¿Qué hice? Salí corriendo, pero a los vestuarios. Entré mirando para todos lados, aterrado. Flasheaba que Upendo iba a salir de atrás de un casillero o de un cubículo de los inodoros y me iba a hacer carne picada ahí nomás. Por un momento consideré encerrarme y llamar pidiendo ayuda, pero quería solucionar el quilombo yo mismo. Me habían pedido que reforzara ese panel hacía semanas y yo había colgado, entre desayunos, chamuyo y gilada. Es difícil de explicar lo que sentía en ese momento: una mezcla de miedo y vergüenza, onda “me van a rajar al carajo, si un predador ápex no me morfa primero”. Mi instinto hubiese priorizado conservar la vida, pero la fabulosa idea de mi cerebro fue tratar de atrapar al león yo mismo y volverlo a meter en la jaula sin que nadie note lo que pasó. Y, de paso, quedar como un campeón con Malena.
La llamé para advertirle, pero no me atendió, lo cual, para ser sincero, me jodió más de lo que me preocupó. Fui hasta el casillero de uno de los cuidadores y abrí el candado. Le había visto poner la contraseña una vez y la había memorizado. Para nada serio: a veces le robaba el almuerzo, o le hacíamos jodas con el resto. Abrí, saqué la pistola y una caja de dardos tranquilizantes. En ese momento reforcé la idea de lo al horno que estaba: tuve que leer la caja de los dardos para ver cómo se cargaba el arma.

Volví a salir. Menos asustado ahora, pero solo un poco menos ya que había aprendido a usar la pistola leyendo. Era como presentarte a una competencia de cocina con las instrucciones de una caja de puré chef. Pero allá iba, convencido de que todo iba a salir bien. Porque las historias de amor siempre terminan bien, ¿no? Sí ya sé, Menelao no se queda con la chica, pero el protagonista no era él.
Caminaba por los senderos, lo más atento posible, la pistola levantada con las dos manos, al costado de la cara, como si fuese una especie de policía buscando a un delincuente. Confiaba en atrapar a Upendo, salvarme de que echaran y lograr que la chica de mis sueños me viera como un héroe. Malena no solo me parecía hermosa, me imaginaba comprando un terreno con ella, levantando paredes, plantando flores, cocinando, veraneando en la costa, construyendo un cuarto arriba de la casa para cuando nuestro hijo o hija llegara a la adolescencia y no quisiera vernos más. Me veía anciano con ella, en esa misma casa, ahora con manchas de humedad y olor a viejo que nosotros no oleríamos porque sería nuestro olor. Así de… ciego estaba por ella.
Las jaulas parecían vacías. Los animales, escondidos y en silencio, detectaban mejor que yo que la amenaza andaba cerca y querían protegerse. El ruido de la ciudad me llegaba de lejos, recordándome que ahí dentro siempre iba a jugar de visitante. A pesar de todo, confiaba en mí y en mi suerte… hasta que vi a Ren y a Stimpy.
Upendo había hecho un desastre con las dos maras que andaban sueltas por el zoo. Ren estaba muerta, solo quedaba su cabeza y una de las patas delanteras, unidas por… algo. Stimpy tenía una pata menos y un corte feo en un costado. Rengueaba en círculos, como queriendo de escaparse de la muerte, pero yendo a ningún lado. Cuando me vio trató de correr, pero cayó y quedó temblando un rato. Después dejó de moverse.
Estaba en una lucha, con falta de entrenamiento en el arma y en la presa, contra un predador experimentado. Miles de años de evolución para cazar eficientemente, contra una veintena de años de televisión, comida chatarra y poco ejercicio. Ni siquiera sabía si los dardos eran los correctos; no sabía si el león iba a caer muerto de sobredosis o si iba a dibujarme la cara con una zarpa mientras se reía bajo los efectos de un dardo para ardillas. Al carajo.
Seguí buscando al león, pero camino a la salida. Si me lo cruzaba, iba a intentar dormirlo, pero si llegaba a la calle antes, mala suerte. Volví a llamar a Malena para advertirle y ayudarla a salir, pero el teléfono sonaba y no me atendía. En eso escuché en el aire uno de esos temas de reggaetón horribles que suenan ahora y noté que la música salía de la oficina del director. Es un edificio chiquito en el medio del parque, todo decorado con motivos hindúes para que los elefantes, encerrados al lado, no se sientan tan lejos de casa. La oficina tenía la puerta abierta y adentro estaba Malena, limpiando. Ahí noté que lo que sonaba era su celular y no le estaba dando bola. No tuve ni tiempo para indignarme, rodeando el edificio llegaba Upendo, atraído por la última porquería musical de moda. Casi le grito a  Malena que tuviera cuidado. Me frenó la imagen del león ubicando de dónde venía el alarido y relamiéndose.
Recuerdo pensar “la suerte premia a los valientes” y mandarme a correr para la oficina. En cada zancada sentía que las piernas se me aflojaban más y más. El león levantó la cabeza, me vio, y creí notar que se agazapaba, justo cuando me zambullí adentro de la oficina y cerré de un portazo.
Malena se pegó un susto tremendo. “¿Qué hacés boludo?,” gritó. Me miraba como hubiera vuelto loco. Ver esa máquina de matar tan cerca, olerla, casi me enloquece realmente.
“Sh sh sh”, traté de taparle los labios con la mano. Temblaba mientras me llevaba un dedo a la boca para pedirle que no hablara. Amplificado por el silencio, llegó el rugido. Un grito predominante y primitivo que me heló la sangre. Malena dio un salto y me abrazó.
“¿Qué carajo fue eso?”
Le expliqué la situación mientras ella pasaba de la curiosidad, al miedo y del miedo al enojo por haber colgado en arreglar el panel.
Afuera Upendo rugía, enojado por haber perdido un par de snacks, supongo. Empezó a rasguñar la puerta. Los elefantes, asustados, bramaban, ¿se dice así?, no me acuerdo, intentando alejar al predador, el resto de los animales chillaba, tal vez dándonos ánimos, tal vez hinchando por el león. Estábamos una jungla y yo era un Tarzán pedorro con una Jane que me clavaba el visto.
Malena, me abrazaba, asustada. Todavía un poco molesta, sonrió y me agradeció el haberla salvado. Es increíble lo hermosa que me parecía esa chica. Era como si dios hubiese dicho “dejen, a ella la termino yo personalmente”. No me importaba perder el trabajo, había rescatado a la dama en apuros. Era mi oportunidad. Pensaba en algo demoledor para decir y enamorarla para siempre, cuando abrió los ojos muy grandes y su sonrisa cambió. Me soltó, agarró el celular y mientras tipeaba dijo:
“Ya sé que hacer. No pasa nada, amigo, Mati nos va a sacar de acá.”
¿Mati? ¿¡Amigo!?
“¿Quién?”
“¡Mati Jiménez! El cuidador, el que…”
No escuché más. Vi todo rojo. Me la imaginé acostada con Jiménez mientras yo esperaba que me llegara un mensaje o creía que se había quedado dormida. Ahí me acordé de Romeo y Julieta, y de que no, las historias de amor no siempre terminan bien. Y no te cuento las que no son de amor y vos flasheabas como un campeón. Y menos que menos cuando ni siquiera sos el protagonista. Uno siempre cree que es el protagonista, pero las historias necesitan extras también. Personas que hagan avanzar las cosas, mandándose cagadas para que los Jiménez del mundo queden como  héroes. Sin oír lo que decía, le respondí:
“Sí, sé quién es Jiménez.“
“Bueno, él. Estamos a salvo.”
Mi cabeza, mi poco fiel ayudante en momentos de presión, me dijo: “ya está, la vida sigue y siempre hay otras oportunidades…
…o…”
Sonreí y dije:
“No es necesario que le escribas. Yo te salvo”.
Sí, sé lo imbécil que suena. Me da mucha vergüenza decirlo, creo que hasta puse otra voz.
Malena me miró sin entender. Volví a sonreír. Levanté la pistola, caminé hacia la puerta y salí. Como si fuera una puta película.

Al instante escucho que cierra con llave desde adentro. Suspiré y traté de prepararme mentalmente para buscar a Upendo, doparlo y meterlo en la jaula. Ya no me interesaba que mis jefes se enteraran o no. Solo quería que Malena viera que Jiménez no tenía nada que hacer ahí, que se arrepintiera de haber dudado de mí. Tal vez, cuando viniera corriendo a felicitarme, le daría la espalda y me alejaría, seguro de mí, matándola de amor.
¿Qué pasó realmente? No hice tres pasos que el león apareció, mirándome curioso. Con el corazón en la boca y las manos temblorosas levanté el arma, apunté y disparé. Mal, horrible, el dardo pasó tan lejos que capaz le dio a un chofer del 55 a una cuadra y le hizo meter el bondi en el Kentucky de Plaza Italia. El león inclinó la cabeza hacia un costado, como preguntando “¿en serio?” y en ese momento, en el momento más intenso de mi vida, me cayó la ficha. Bah, la ficha había caído hacía rato, solo que ahora pude verla, ahí, en el piso: ella no tenía onda conmigo, jamás la había tenido y lo único que hice fue quemarle la cabeza por semanas mientras ella intentaba darme a entender que no pasaba nada, que definitivamente no era el protagonista de su historia. Volví de mi epifanía al notar que Upendo se había puesto en movimiento. La suerte premia a los valientes, pero la vida castiga a los estúpidos. Intenté correr, pero se me vino encima y me dio un... abrazo amistoso en una pierna. Nunca sentí tanto dolor. Le grité a Malena que me abriera, que por favor me dejara volver a entrar. Escuché un “perdón” desde adentro y nada más. Perdón, me dijo. Por suerte al león le molestaron mis chillidos de pánico y aflojó un poco… dándole tiempo al infeliz de Jiménez de llegar, dormirlo con un dardo certero y correcto, y llamar a una ambulancia. Me cosieron por todos lados. Tengo más puntos que el San Lorenzo campeón del 2001.

Eso es, básicamente, lo que pasó. Perdí el trabajo y miles de pesos en analgésicos, pero aprendí bastante sobre pensar de más, sobre obsesionarse y sobre no hacer idioteces para impresionar a una chica. Necesité que una bestia salvaje me talle la pierna a mano para notarlo, pero lo aprendí. También aprendí que la vida no es como las películas y que, en la vida real, las frases cool suenan re bananas y Simba te desayunaría sin pensarlo.

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