Dejame empezar por lo obvio: sé que
hice todo mal.
No voy a
intentar justificarme, ni buscar empatía tratando
de convencerte de que hubieses hecho lo mismo en mi lugar. Porque aunque sé que
hubieses hecho lo mismo, o parecido, como no estás en mi lugar debo parecerte
un loco. O un estúpido. Ojo, ambas me caben.
¿Por
qué lo hice? Un poco de todo: celos, ego… amor. Sí, lo sé, es re cursi, pero es
la verdad. Haríamos cualquier estupidez por una mujer. Mirá a Menelao, mandando
a miles de personas a la muerte por culpa de una mujer. ¿Te sorprendí, eh?
Terminé la nocturna hace poco y, por ahora, me acuerdo de esas cosas. Me estoy
yendo por las ramas, lo sé. Creía hacerlo por amor y me salió mal por falta de
instinto. Los seres humanos somos los únicos animales que perdimos el instinto.
¿No lo notaste? O sea, tenemos la capacidad de razonar, pero cuando las papas
queman, ¿de qué nos sirve? El cerebro hace cortocircuito y chau. Cuando estás
muerto de miedo, o enamorado, ni te digo si son las dos al mismo tiempo, el
cerebro no sirve de nada, y el instinto se nos perdió en algún momento de la
evolución, supongo que cuando alguien empezó a vendernos la comida en vez de
salir a buscarla nosotros.
Estuve
en el hospital unas semanas, entre transfusiones y algunas vacunas, y ahora me
dieron el alta. Como te dije, no voy a tratar de justificarme, solo voy a
contar lo que pasó y esperar que esta historia sea de utilidad para alguien más.
Esa
mañana llegué al zoológico mientras amanecía. Mis jefes querían que le
dijéramos EcoParque, pero me parecía una careteada. Bueno, llegué temprano así,
mientras preparaba los pedidos del día, estaba un rato con ella antes de que
cayera el resto de los empleados y abriéramos al público. Éramos los únicos del
primer turno, Malena en limpieza y yo en mantenimiento; ambos del interior, más
o menos recién llegados. Antes de que llegara el resto, desayunábamos,
charlábamos un poco y nos tirábamos onda. O eso creía. Malena era de las chicas
más peligrosas para mí y todos los pibes tímidos del mundo: las que son tan,
pero tan copadas, que no sabés si son buena onda o tienen buena
onda con vos. Ese día venía medio maquinando, habíamos chateado la noche
anterior y de la nada había desaparecido. Quería asegurarme que sólo se había
quedado dormida. Tampoco me había escrito esa mañana deseándome buen día o
contándome que no aguantó el sueño. En el colectivo había chequeado el celu
varias veces, pero nada, sólo mi media docena de “hola?” de ayer, sin
respuesta.
La
busqué en el banco frente a la lagunita de los patos donde a veces colgábamos a
charlar y por algunos de los senderos, pero no la encontré. No quería quemarle
la cabeza llamándola y ella todavía no había visto mis mensajes de la noche
anterior, así que decidí empezar a trabajar y si me la cruzaba, mejor.
Salí
del vestuario chequeando las Órdenes de Trabajo que me habían dejado pegadas en
mi casillero. El jefe de mantenimiento me encargaba las tareas del día de esa
forma porque yo estaba acostumbrado a llegar con la salida del sol y el tipo
aparecía por el trabajo cuando el sol ya empezaba a mirar la hora de reojo.
Trabajaba de lo que llaman “múltiple”. Básicamente, arreglaba cosas: soldaba
rejas, ataba alambrados, enderezaba bancos, colgaba carteles. Cualquier trabajo
que requiriese una mano hábil con las herramientas.
Me
gustaba trabajar en el zoológico. Me había acostumbrado rápido a los olores y
los ruidos, y prefería mil veces eso a la histeria de las bocinas y a todo el
mundo buscando agarrarse a piñas por un centímetro de vereda en el microcentro.
Además, desde el primer día quedé fascinado con los animales. No soy tonto,
pero bocha de horas de dibujos animados, donde los bichos hablan, comen con
cubiertos, manejan autos y se hacen jodas, le empiezan a atrofiar las ideas a
uno. Trabajar ahí me había devuelto a la realidad: los animales son amorales,
salvajes e instintivos. Punto. En lo único en lo que coinciden con los de la
tele, salvo con esos que se comen el túnel pintado en la pared de la montaña,
es que son muy inteligentes.
Caminaba
entre los hábitats, disfrutando del sol de la mañana, y viendo a algunos de los
animales despertarse y a otros irse a dormir. Al llegar a la zona de los
predadores africanos frené. Presté atención. ¿Viste cuando uno nota que falta
algo, pero no se da cuenta qué? Así estuve unos segundos, hasta que lo vi. Bah,
hasta que no lo vi.
Por
lo general, a esa hora, Upendo, el león macho, descansaba sobre una piedra
plana que sobresale en el centro de su hábitat. No solo no estaba sobre la
piedra, ni en su cueva, que iluminaba el sol y se notaba vacía, sino que uno de
los paneles del hábitat estaba caído y dejaba espacio más que suficiente para
escapar. Volví a mirar con cuidado cada centímetro de jaula. Nada. Lo último
relativamente consciente que pensé ese día fue: una bestia de 180 kilos de
músculo y dientes anda suelta por el zoológico.
Mi
cerebro se paralizó. Necesitaba que algo más… primario se hiciera cargo y me
llevase lo más rápido posible a la salida. ¿Qué hice? Salí corriendo, pero a
los vestuarios. Entré mirando para todos lados, aterrado. Flasheaba que Upendo
iba a salir de atrás de un casillero o de un cubículo de los inodoros y me iba
a hacer carne picada ahí nomás. Por un momento consideré encerrarme y llamar
pidiendo ayuda, pero quería solucionar el quilombo yo mismo. Me habían pedido
que reforzara ese panel hacía semanas y yo había colgado, entre desayunos,
chamuyo y gilada. Es difícil de explicar lo que sentía en ese momento: una
mezcla de miedo y vergüenza, onda “me van a rajar al carajo, si un predador
ápex no me morfa primero”. Mi instinto hubiese priorizado conservar la vida,
pero la fabulosa idea de mi cerebro fue tratar de atrapar al león yo mismo y
volverlo a meter en la jaula sin que nadie note lo que pasó. Y, de paso, quedar
como un campeón con Malena.
La
llamé para advertirle, pero no me atendió, lo cual, para ser sincero, me jodió
más de lo que me preocupó. Fui hasta el casillero de uno de los cuidadores y
abrí el candado. Le había visto poner la contraseña una vez y la había
memorizado. Para nada serio: a veces le robaba el almuerzo, o le hacíamos jodas
con el resto. Abrí, saqué la pistola y una caja de dardos tranquilizantes. En ese
momento reforcé la idea de lo al horno que estaba: tuve que leer la caja de los
dardos para ver cómo se cargaba el arma.
Volví
a salir. Menos asustado ahora, pero solo un poco menos ya que había aprendido a
usar la pistola leyendo. Era como presentarte a una competencia de cocina con
las instrucciones de una caja de puré chef. Pero allá iba, convencido de que
todo iba a salir bien. Porque las historias de amor siempre terminan bien, ¿no?
Sí ya sé, Menelao no se queda con la chica, pero el protagonista no era él.
Caminaba
por los senderos, lo más atento posible, la pistola levantada con las dos
manos, al costado de la cara, como si fuese una especie de policía buscando a
un delincuente. Confiaba en atrapar a Upendo, salvarme de que echaran y lograr
que la chica de mis sueños me viera como un héroe. Malena no solo me parecía
hermosa, me imaginaba comprando un terreno con ella, levantando paredes,
plantando flores, cocinando, veraneando en la costa, construyendo un cuarto
arriba de la casa para cuando nuestro hijo o hija llegara a la adolescencia y
no quisiera vernos más. Me veía anciano con ella, en esa misma casa, ahora con
manchas de humedad y olor a viejo que nosotros no oleríamos porque sería
nuestro olor. Así de… ciego estaba por ella.
Las
jaulas parecían vacías. Los animales, escondidos y en silencio, detectaban
mejor que yo que la amenaza andaba cerca y querían protegerse. El ruido de la
ciudad me llegaba de lejos, recordándome que ahí dentro siempre iba a jugar de
visitante. A pesar de todo, confiaba en mí y en mi suerte… hasta que vi a Ren y
a Stimpy.
Upendo
había hecho un desastre con las dos maras que andaban sueltas por el zoo. Ren
estaba muerta, solo quedaba su cabeza y una de las patas delanteras, unidas
por… algo. Stimpy tenía una pata menos y un corte feo en un costado. Rengueaba
en círculos, como queriendo de escaparse de la muerte, pero yendo a ningún
lado. Cuando me vio trató de correr, pero cayó y quedó temblando un rato.
Después dejó de moverse.
Estaba
en una lucha, con falta de entrenamiento en el arma y en la presa, contra un
predador experimentado. Miles de años de evolución para cazar eficientemente,
contra una veintena de años de televisión, comida chatarra y poco ejercicio. Ni
siquiera sabía si los dardos eran los correctos; no sabía si el león iba a caer
muerto de sobredosis o si iba a dibujarme la cara con una zarpa mientras se
reía bajo los efectos de un dardo para ardillas. Al carajo.
Seguí
buscando al león, pero camino a la salida. Si me lo cruzaba, iba a intentar
dormirlo, pero si llegaba a la calle antes, mala suerte. Volví a llamar a
Malena para advertirle y ayudarla a salir, pero el teléfono sonaba y no me
atendía. En eso escuché en el aire uno de esos temas de reggaetón horribles que
suenan ahora y noté que la música salía de la oficina del director. Es un
edificio chiquito en el medio del parque, todo decorado con motivos hindúes
para que los elefantes, encerrados al lado, no se sientan tan lejos de casa. La
oficina tenía la puerta abierta y adentro estaba Malena, limpiando. Ahí noté
que lo que sonaba era su celular y no le estaba dando bola. No tuve ni tiempo
para indignarme, rodeando el edificio llegaba Upendo, atraído por la última
porquería musical de moda. Casi le grito a Malena que tuviera cuidado. Me
frenó la imagen del león ubicando de dónde venía el alarido y relamiéndose.
Recuerdo
pensar “la suerte premia a los valientes” y mandarme a correr para la oficina.
En cada zancada sentía que las piernas se me aflojaban más y más. El león
levantó la cabeza, me vio, y creí notar que se agazapaba, justo cuando me
zambullí adentro de la oficina y cerré de un portazo.
Malena
se pegó un susto tremendo. “¿Qué hacés boludo?,” gritó. Me miraba como hubiera
vuelto loco. Ver esa máquina de matar tan cerca, olerla, casi me enloquece
realmente.
“Sh
sh sh”, traté de taparle los labios con la mano. Temblaba mientras me llevaba
un dedo a la boca para pedirle que no hablara. Amplificado por el silencio,
llegó el rugido. Un grito predominante y primitivo que me heló la sangre.
Malena dio un salto y me abrazó.
“¿Qué
carajo fue eso?”
Le
expliqué la situación mientras ella pasaba de la curiosidad, al miedo y del miedo
al enojo por haber colgado en arreglar el panel.
Afuera
Upendo rugía, enojado por haber perdido un par de snacks, supongo. Empezó a
rasguñar la puerta. Los elefantes, asustados, bramaban, ¿se dice así?, no me
acuerdo, intentando alejar al predador, el resto de los animales chillaba, tal
vez dándonos ánimos, tal vez hinchando por el león. Estábamos una jungla y yo
era un Tarzán pedorro con una Jane que me clavaba el visto.
Malena,
me abrazaba, asustada. Todavía un poco molesta, sonrió y me agradeció el
haberla salvado. Es increíble lo hermosa que me parecía esa chica. Era como si
dios hubiese dicho “dejen, a ella la termino yo personalmente”. No me importaba
perder el trabajo, había rescatado a la dama en apuros. Era mi oportunidad.
Pensaba en algo demoledor para decir y enamorarla para siempre, cuando abrió
los ojos muy grandes y su sonrisa cambió. Me soltó, agarró el celular y
mientras tipeaba dijo:
“Ya
sé que hacer. No pasa nada, amigo, Mati nos va a sacar de acá.”
¿Mati?
¿¡Amigo!?
“¿Quién?”
“¡Mati
Jiménez! El cuidador, el que…”
No
escuché más. Vi todo rojo. Me la imaginé acostada con Jiménez mientras yo
esperaba que me llegara un mensaje o creía que se había quedado dormida. Ahí me
acordé de Romeo y Julieta, y de que no, las historias de amor no siempre
terminan bien. Y no te cuento las que no son de amor y vos flasheabas como un
campeón. Y menos que menos cuando ni siquiera sos el protagonista. Uno siempre
cree que es el protagonista, pero las historias necesitan extras también.
Personas que hagan avanzar las cosas, mandándose cagadas para que los Jiménez
del mundo queden como héroes. Sin oír lo que decía, le respondí:
“Sí,
sé quién es Jiménez.“
“Bueno,
él. Estamos a salvo.”
Mi
cabeza, mi poco fiel ayudante en momentos de presión, me dijo: “ya está, la
vida sigue y siempre hay otras oportunidades…
…o…”
Sonreí
y dije:
“No
es necesario que le escribas. Yo te salvo”.
Sí,
sé lo imbécil que suena. Me da mucha vergüenza decirlo, creo que hasta puse
otra voz.
Malena
me miró sin entender. Volví a sonreír. Levanté la pistola, caminé hacia la
puerta y salí. Como si fuera una puta película.
Al
instante escucho que cierra con llave desde adentro. Suspiré y traté de
prepararme mentalmente para buscar a Upendo, doparlo y meterlo en la jaula. Ya
no me interesaba que mis jefes se enteraran o no. Solo quería que Malena viera
que Jiménez no tenía nada que hacer ahí, que se arrepintiera de haber dudado de
mí. Tal vez, cuando viniera corriendo a felicitarme, le daría la espalda y me
alejaría, seguro de mí, matándola de amor.
¿Qué
pasó realmente? No hice tres pasos que el león apareció, mirándome curioso. Con
el corazón en la boca y las manos temblorosas levanté el arma, apunté y
disparé. Mal, horrible, el dardo pasó tan lejos que capaz le dio a un chofer
del 55 a una cuadra y le hizo meter el bondi en el Kentucky de Plaza Italia. El
león inclinó la cabeza hacia un costado, como preguntando “¿en serio?” y en ese
momento, en el momento más intenso de mi vida, me cayó la ficha. Bah, la ficha
había caído hacía rato, solo que ahora pude verla, ahí, en el piso: ella no
tenía onda conmigo, jamás la había tenido y lo único que hice fue quemarle la
cabeza por semanas mientras ella intentaba darme a entender que no pasaba nada,
que definitivamente no era el protagonista de su historia. Volví de mi epifanía
al notar que Upendo se había puesto en movimiento. La suerte premia a los
valientes, pero la vida castiga a los estúpidos. Intenté correr, pero se me
vino encima y me dio un... abrazo amistoso en una pierna. Nunca sentí tanto
dolor. Le grité a Malena que me abriera, que por favor me dejara volver a entrar.
Escuché un “perdón” desde adentro y nada más. Perdón, me dijo. Por suerte al
león le molestaron mis chillidos de pánico y aflojó un poco… dándole tiempo al
infeliz de Jiménez de llegar, dormirlo con un dardo certero y correcto, y
llamar a una ambulancia. Me cosieron por todos lados. Tengo más puntos que el
San Lorenzo campeón del 2001.
Eso
es, básicamente, lo que pasó. Perdí el trabajo y miles de pesos en analgésicos,
pero aprendí bastante sobre pensar de más, sobre obsesionarse y sobre no hacer
idioteces para impresionar a una chica. Necesité que una bestia salvaje me talle
la pierna a mano para notarlo, pero lo aprendí. También aprendí que la vida no
es como las películas y que, en la vida real, las frases cool suenan re
bananas y Simba te desayunaría sin pensarlo.
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